Y
en su origen pudo quedar en nonato, porque el presidente Obama, que a
la postre lo propuso a la Unión, lo había criticado muy duramente
en su campaña electoral del 2008.
A ambos lados del Atlántico
hubo quien estuvo por desahuciarlo inmediatamente después del
referéndum sobre el Brexit, ya que Londres había sido uno de sus más
entusiastas valedores. Pero ocurre que, a pesar de que el Reino
Unido es un mercado muy importante para las exportaciones
norteamericanas (allá va el 16% de sus ventas a la Unión Europea),
aún quedan los otros 27 miembros, que reciben el 84% restante, y sus
gobiernos siguen apoyando el tratado.
Hace unos tres meses el
ATCI entraba de nuevo en zona de peligro, debido a un difuso clima
adverso de la opinión política europea, con crecientes
tendencias al proteccionismo y al populismo, y que tomó como
víctima el tratado comercial de la Unión con Canadá, cuya
finalización entre Bruselas y Ottawa quedó entorpecida por la
amenaza de veto de uno de los tres parlamentos belgas, que lo
detuvo unos meses, para darle finalmente la aprobación a final de
año.
Otro obstáculo más: los gobiernos europeos, que siguen
respaldando el tratado con los EEUU, deben vencer el escepticismo,
si no la oposición, de sectores muy importantes de la opinión.
Una encuesta en Alemania de mediados del pasado año ponía en un 70% la
opinión contraria al ATCI. Los gobiernos de Francia y Alemania,
preocupados el primero por los productos agrícolas y el segundo
por las cláusulas de protección del consumidor, prolongaban las
negociaciones al insistir en reforzar unas garantías para los
productos de consumo y los servicios que el mercado
norteamericano considera infundadas, innecesarias o
redundantes con sus propias prácticas. Además, los europeos piden
libertad de participar en los concursos públicos reservados
hasta ahora a los estados y los municipios, a lo que los
empresarios de la competencia se resisten con el pretexto de los
empleos locales.
Así hemos llegado al nuevo año, y aunque las
negociaciones entre Bruselas y Washington han progresado
apreciablemente, los gobiernos de París y Berlín prefieren, para
cerrar el ATCI, quedar a la espera de los resultados de sus
respectivos procesos electorales del 2017.
Y acaba de llegar
Trump, que no ha mostrado amor por la Unión Europea ni por sus
líderes, y que lleva una agenda proteccionista hostil a la
filosofía del librecambio en que se inspira la ATCI. Por lo tanto,
no es probable que las negociaciones se reanuden pronto, si no es
que, simplemente, el nuevo presidente tira el ATCI a la papelera,
como ha prometido que hará con la Asociación Transpacífica (TPP), o
bien la somete a la misma revisión proteccionista que aplicará al
NAFTA (North American Free Trade Association), que une a los EEUU,
México y Canadá.
Si hace esto último, las represalias
europeas serán inevitables. Europa no solo vende productos
directamente al mercado de los Estados Unidos, sino que también lo
hace a través de sus propios activos industriales radicados en
México y Canadá. Por ejemplo, cualquier carga sobre los automóviles
alemanes fabricados en esos países al entrar en los EEUU sería,
probablemente, replicada en Europa contra otros productos de ese
país.
La relación transatlántica, clave para la paz mundial
Una
vez Trump jure su cargo, tendrá mucho que enmendar si ha de someter
sus proyectos al examen del Congreso, especialmente del Senado,
reserva política de la herencia atlantista que ha mantenido a los
Estados Unidos y a Europa estrechamente unidos por una serie de
tratados multi- y bilaterales. Su declaración de que la OTAN es
una organización ‘obsoleta’, aparte de ser despectiva y
probablemente errónea, es inoportuna cuando los países europeos
están comprometidos con elevar sus presupuestos de defensa hasta
el 2% del PIB, y en unos momentos en que se sospecha que Rusia lleva a
cabo una ‘guerra híbrida’ (presiones militares, propaganda,
intromisiones digitales, etc.) contra los aliados, incluidos
probablemente los dos candidatos a la presidencia en noviembre
pasado.
Trump ha dado esperanzas al presidente Putin de que
las sanciones contra Rusia por su anexión de Crimea puedan ser
levantadas, ello a pesar de que la opinión pública
norteamericana se ha vuelto en los últimos tiempos más negativa
con Rusia. Una encuesta de Reuters (9-12 de enero) muestra que el 82%
de los norteamericanos consideran a Rusia una amenaza a los
Estados Unidos.
El nuevo presidente llega con una fuerte
inclinación a privilegiar al Reino Unido. En una reciente
entrevista al Times de Londres y al alemán Bild, Trump prometió
‘trabajar duro’ por un tratado comercial con Gran Bretaña, cuya
negociación preliminar comenzará antes de que finalice el
proceso de su salida de la UE.
Este acercamiento
Washington-Londres se hará probablemente en detrimento de la
relación global de los Estados Unidos con Europa, la cual hasta ahora
ha constituido la clave del equilibrio del orden mundial, bajo la
hegemonía económica asegurada por el bloque atlántico, y la
militar asegurada principalmente por los Estados Unidos y la OTAN.
Es evidente que cualquier preferencia, expresa o no, de tipo
estratégico, por el Reino Unido será considerada por los otros Estados europeos como tratamiento discriminatorio o
selectivo, lo que produciría en sus opiniones públicas un
movimiento en favor de revisar las relaciones transatlánticas
globales.
Un hecho con cierta significación estratégica
es la adhesión emocional y personal de las figuras ideológicas
del Brexit al carro del vencedor Trump. Este alineamiento se
corresponde con el que se observa en otros movimientos populistas
europeos, entre ellos el acaudillado por Marine Le Pen, el Frente
Nacional.
En resumen, el ATCI, si pasa la nueva prueba
representada por Trump, sólo con dificultad podrá mantenerse
todavía como el fundamento geopolítico de lo que se ha dado en
llamar Occidente, y sobre el que ha descansado hasta ahora, en líneas
generales, la seguridad internacional. Si lo sigue haciendo,
será sobre unos presupuestos distintos, difíciles de discernir
pero urgentes de materializar.
(*) Periodista