Hace unos días, el ministro del
Interior, heredero del insólito Fernández Díaz, acusaba a los
nacionalistas de utilizar las instituciones con fines partidistas.
Teniendo en cuenta que este ministro es militante del PP y juez al mismo
tiempo, que fue alcalde de Sevilla, también del PP, su queja solo puede
entenderse como una típica proyección neurótica porque emplear las
instituciones públicas con fines partidista es justamente lo que hace él
y, en escala mucho mayor su partido.
¡Y
qué partido! Él mismo está imputado en dos procesos penales; en sus
filas cuenta con unos 900 militantes y cargos públicos asimismo
imputados penalmente y sostiene un gobierno del que han dimitido ya dos
ministros (Mato y Soria) por corrupción declarada y tiene otros dos
reprobados por sus prácticas antidemocráticas.
Además, su presidente,
presunto cobrador de cuantiosos sobresueldos procedentes de la caja B,
acaba de declarar como testigo en uno de los procesos por corrupción de
la Gürtel y, aunque su declaración se ha atenido al modelo de la infanta
Cristina (no sé nada, no me acuerdo, no me consta, eso lo llevaba mi
marido), es posible que haya cometido perjurio por cuanto negó en sede
judicial tener conocimiento alguno de los aspectos económicos de su
gestión como director de campaña electoral del PP siendo así que hay
pruebas fehacientes de que conocía perfectamente estos aspectos y hasta
los explicaba en ruedas de prensa.
Este
partido, presunta asociación de malhechores, con el presidente de los
sobresueldos ha destruido el escaso Estado de derecho que había en
España. Para la comisión de sus fechorías, para ocultarla y, para causar
perjuicio a sus adversarios ideológicos se ha servido de todas las
instituciones del Estado, las ha instrumentalizado y las ha pervertido
hasta el extremo de que ninguna de ellas tiene autoridad alguna como no
sea imponiéndola a palos.
La
instrumentalización más escandalosa es la del Tribunal Constitucional,
presidido durante años por un exmilitante del PP que ocultó está
condición ante la comisión del Senado que había de nombrarlo. En
cualquier lugar este escamoteo sería motivo de cese fulminante. Aquí, ni
se menciona. Este presidente y una mayoría de componentes de este
órgano político que se hace pasar por tribunal ha venido actuando al
servicio del gobierno del PP. No contento con esto, el gobierno de la
derecha, con su mayoría parlamentaria absoluta en la legislatura
anterior, impuso una reforma del reglamento del Tribunal que lo
convierte en agente ejecutor de sus propias sentencias al servicio del
gobierno.
Los componentes de este pintoresco órgano, por mayoría (cuando
menos, hubo tres votos en contra de carácter crítico) aceptaron
convertirse en algo tan contrario al espíritu mismo del derecho y la
justicia como juez y parte. Incluso más, dada su sumisión al poder
político, en el fondo, lo que esta reforma consigue en convertir al
gobierno en el dueño absoluto del Tribunal Constitucional. Cualquier
parecido con un Estado de derecho es una quimera.
Y
no solo el Tribunal Constitucional. El gobierno está utilizando el
conjunto de la judicatura, literalmente repleta de jueces del PP y del
Opus (que vienen a ser lo mismo) para sus fines partidistas, cuenta
habida de que ya no es posible emplear el ejército, que es lo que
verdaderamente quiere. Así, interfiere en los procedimientos, recusa
jueces, impone otros de su cuerda ideológica y así resulta que, cuando
el Tribunal Supremo anuncia que estudiará una prueba de la Gürtel que
podría anular el conjunto del proceso, todo el mundo sabe que, de
producirse tamaña barbaridad, se debería como siempre, a las presiones
de los gobernantes.
De
lo que estos están haciendo con todas las instancias administrativas y
los medios de comunicación no merece la pena hablar. Todas y todos al
servicio incondicional de un partido corrupto y cleptocrático que, en su
desesperado intento de impedir por la fuerza un referéndum de
autodeterminación en Cataluña de cuya convocatoria, paradójicamente, es
uno de los principales responsables, ha llevado al país al punto de
ruptura inevitable.
Si
el gobierno es corrupto, los jueces partidistas, la administración
prevaricadora y los medios lacayos del poder político, el resumen final e
inevitable será el fascismo. El proceso de fascistización de que
hablaba Poulantzas se agiliza notablemente en España, en donde nadie de
la derecha ha condenado todavía (y mucho menos ha hecho algo en contra)
el legado de un régimen franquista genocida y delincuente. Sus herederos
al día de hoy en el gobierno practican la misma política arbitraria,
represiva, tiránica que su modelo y por eso no lo condenan, porque
carecen de la talla moral necesaria para repudiar aquel régimen asesino y
sus consecuencias al día de hoy.
¿Y
la izquierda? A la vista está que está tratando de escurrir el bulto,
ignorar el avance del fascismo en la vergonzosa esperanza de que, cuando
este cometa más fechorías de las que ya está cometiendo no caiga sobre
ella parte de la represión. Es una izquierda cobarde y sumisa, incapaz
de hacer frente al avance del fascismo porque, al tratarse del modo de
afrontar la reivindicación independentista catalana, en el fondo,
coincide con la derecha. Proferirá unos gemidos cuando la represión
alcance niveles intolerables para pasar luego a esos politiqueos de
alianzas y desalianzas de parlamentos y gobiernos, como si el problema
más grave que tiene España hoy, tanto en lo político como en lo
económico y lo moral, no fuera Cataluña.
Para
su vergüenza, los acontecimientos están poniendo en evidencia la
miseria moral e intelectual de estas izquierdas que de tales no tienen
nada. Puigdemont ya ha anunciado que no aceptará decisión alguna de
cualesquiera autoridades españolas inhabilitándolo y ha puesto el
problema en sus dimensiones reales: la legitimidad democrática frente a
la arbitrariedad disfrazada de legalidad.
Y la izquierda callada o, lo que es peor, dando la razón a los represores neofranquistas por puro miedo.
De
la legitimidad democrática, pasamos al principio de desobediencia
civil, base misma de la democracia frente a la tiranía de la mayoría y
el mismo Puigdemont advierte de que está dispuesto a ir a la cárcel por
defender el referéndum. Que no le quepa duda a la izquierda: con él irán
muchos, catalanes y no catalanes, que defendemos el derecho de
autodeterminación de Cataluña.
Para entonces, de la izquierda española no van a quedar ni las raspas.
(*) Catedrático emérito de Ciencia Política en la UNED
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