domingo, 23 de julio de 2017

Descenso a los infiernos / Alberto Aguirre de Cárcer *

En el proceso penal español, el principio de presunción de inocencia se mantiene incólume hasta la firmeza del fallo condenatorio. Lo recordaba la sentencia de la Audiencia Nacional por la que se condenaba a Miguel Blesa a seis años de prisión por el caso de las tarjetas ‘black’. Sin embargo, el expresidente de Caja Madrid no esperó al resultado de los recursos ante el Tribunal Supremo y hace unos días, según la investigación preliminar de la Guardia Civil, se suicidó de un disparo en el pecho con una escopeta de caza en una finca de Córdoba. 

Tenía ante sí otras dos acusaciones de la Fiscalía por la supuesta estafa de las preferentes de la quebrada Caja y por los sobresueldos e incentivos ilegales que presuntamente concedió al número dos de la entidad. Aunque pudiera gozar de libertad, su horizonte personal era sombrío y desde hace tiempo padecía en sus carnes el descarnado reproche moral de una sociedad castigada duramente por el látigo de la crisis. Todas las caídas son duras, pero Miguel Blesa se precipitó al vacío desde lo más alto de la cima. Allí donde la acumulación de poder y dinero causa un mal de altura que hace perder el juicio y ganar en sensación de impunidad.

Mi trato personal con el financiero fallecido se reduce a una comida profesional en el salón anexo de su despacho cuando, hace una década, él aún ocupaba una posición de privilegio en el olimpo de la élite política, financiera y empresarial. De aspecto refinado en su vestimenta y en el trato personal, Blesa representaba de la forma más arquetípica a la cúspide de esa España que había crecido a lomos de una explosión de crédito barato y se abonó a los grandes fastos, colectivos y personales, hasta que el castillo de naipes se desmoronó y nuestro país implosionó socialmente con el desempleo, los desahucios y otros innumerables dramas personales de muchos miles de anónimos ciudadanos. 

Todo estaba por ocurrir entonces. Nada parecía aventurar en aquellos tiempos de vinos y rosas (para algunos) que aquel hombre de sólidos asideros políticos y económicos podría despeñarse algún día desde su atalaya de omnímodo poder hasta el punto de acabar quitándose la vida después de ser condenado por apropiación indebida y administración desleal. Con Blesa no sentí el pálpito de un futuro desenlace tenebroso, aunque no tan trágico, que sí me suscitaron otros personajes públicos que han vivido su particular descenso a los infiernos. Por ejemplo, el expresidente balear Jaume Matas, que en porte personal, visible querencia por el lujo que delatan algunos relojes o corbatas, y discurso autorreferencial propio de los egos desmedidos, exhibía ciertos paralelismos con Miguel Blesa, solo que en el terreno de la política. 

Hablamos una única vez, pero fue suficiente. Él buscaba jefe de prensa para el Ministerio de Medio Ambiente y recibí una llamada. Acudí por pura curiosidad, sin ninguna voluntad de aceptar cualquiera que fuese la oferta (fuera de la Redacción de un diario me cuesta respirar). La conversación fue reveladora. Matas no quería comunicación institucional. Buscaba proyección mediática personal para, como luego ocurrió, dar el salto a la presidencia balear. Una vez allí le atacó el mal de altura y se sucedieron los despilfarros, las corruptelas, la condena, la cárcel, el estigma social... En definitiva, otra historia de ambición truncada y un infausto final.

Con Ángel María Villar, presidente de la Federación Española de Fútbol durante 29 años y en la actualidad distinguido recluso del penal de Soto del Real, contemplamos otra estrepitosa combinación de dinero y poder que acaba de manera fatal. Según el auto del juez, Villar distribuía dinero y prebendas a los dirigentes de las federaciones afines, incluida la murciana, con el objeto de encontrar respaldo a sus decisiones y para perpetuarse en tan codiciado puesto. Villar manejaba la RFEF como un cortijo porque estructuralmente la RFEF es lo más parecido a un cortijo. 

Con un control de los poderes públicos prácticamente inexistente sobre una entidad dotada de sus propias reglas, el clientelismo y la opacidad se apoderaron de una organización que se alimenta de las pasiones que desde la más tierna infancia hasta el ocaso de la vida suscita el fútbol en millones de personas de toda condición social y económica. Un auténtico chollo para quienes, presuntamente desviándose de los dictados de la buena gobernanza, buscan provecho personal en un deporte que solo en el ámbito profesional mueve alrededor de 9.000 millones al año en España. 

Si a la luz de estos escándalos y corruptelas puede deducirse que la Justicia está derribando los santuarios de impunidad en todos los ámbitos de la vida pública, también cabe concluir que carecemos de controles públicos para evitar estos casos. Tanto el Banco de España y la CNMV como el Tribunal de Cuentas y el Consejo Superior de Deportes están quedando cla ramente en entredicho como supervisores del buen gobierno. Hagamos todo lo posible para que esto cambie. Es patente que lo hecho en materia de transparencia resulta insuficiente. Quienes asumen la obligación de vigilar, o no tienen la diligencia deseable o están faltos de medios y autoridad suficiente. ¿Qué será lo próximo?



(*) Periodista y director de La Verdad



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