Hacia 1780, y desde las páginas de la Encyclopédie méthodique,
el geógrafo Masson de Morvilliers formuló una pregunta destinada a
provocar efectos poco saludables: “¿Qué se debe a España?” Nada, era la
respuesta. El desafío ocasionó un considerable revuelo y pronto
llovieron las réplicas de publicistas dispuestos a ensalzar las
aportaciones patrias, mediante Apologías de España, una de
ellas, la de Juan Pablo Forner, de notable calidad, pero ya orientada
como las demás a confundir la exaltación de las glorias propias con la
condena de quienes en España compartían el racionalismo ilustrado. La
polémica entre Forner y Luis Cañuelo, brillante e irónico debelador de
aquel, mostró que la entrada en escena de los apologistas conllevaba un
apagón para las Luces. El periódico de Cañuelo, El Censor, fue prohibido y él condenado por la Inquisición a abjurar de leviy por Floridablanca a no escribir nunca más.
Sin tan graves consecuencias, cuando España vuelve a estar puesta en
cuestión, tampoco tiene sentido responder imitando a los apologistas a
quienes se entregan al ennegrecimiento de la imagen histórica de España.
Las respuestas puntuales tienen siempre el riesgo de la simplificación,
y de ahí al falseamiento, en la búsqueda de probar que todo fue
positivo, solo hay un paso. El tradicional argumento atenuante de la
Inquisición proporciona el mejor ejemplo. No importa que hubiese en
Europa otras Inquisiciones más sanguinarias, del mismo modo que Hitler y
Stalin no se absuelven mutuamente con las estadísticas respectivas de
crímenes. Contó en cambio la configuración de una sociedad basada en la
intolerancia religiosa y cultural, cerrada por obra y gracia del Santo
Oficio a las corrientes científicas europeas —la tibetanización de España, Ortega dixit—,
y que con ayuda de la limpieza de sangre instauró una forma de racismo y
exclusión del otro, sobre la cual se asentaron fenómenos contemporáneos
tales como el integrismo católico y el nacionalismo sabiniano.
Hasta cierto punto, la defensa de la conquista de América viene
siempre a pecar del mismo defecto: obsesionarse en negar la evidencia.
Es innegable que no se trató de un genocidio, puesto que la propia
monarquía se orientó a todo lo contrario que a un aniquilamiento de la
población indígena, y ahí están las Leyes de Indias para probarlo,
interviniendo paradójicamente en el mismo sentido la obra crítica (y
efectiva) de Las Casas. Pero prácticas genocidas, en los distintos
escenarios, sí las hubo, con exterminios totales de los taínos en Cuba o
de los lacandones en tierras mayas. Los genocidios salpican la historia
del colonialismo, culminando hacia 1900, con el de Leopoldo II sobre el
Congo, seguido por el alemán sobre los hereros en África del Sudeste, y
en ese marco el imperio español conjuga la ausencia de voluntad
genocida con la presencia de crímenes contra la humanidad, desde sus
orígenes hasta el practicado por Weyler, con su política de
reconcentración de poblaciones durante la guerra de Cuba.
El juego simple de buenos y malos, o de malos que no lo fueron, no
lleva a lugar alguno. Resultaba lógico que desde mediados del siglo
XVIII, la doble imagen del desplome de la monarquía española como gran
potencia y de su innegable atraso cultural llevase a una reflexión
peyorativa de los filósofos políticos, cuestionable pero nada simplista,
que arranca de Montesquieu y alcanza a un hispanófilo como Mérimée, ya
en el Romanticismo, cuando a la condena de Alejandro Dumas se opone la
vibrante simpatía del demócrata Victor Hugo. La estimación diferencial
se mantendrá no obstante, y los republicanos españoles pudieron
apreciarlo en sus carnes en 1939. Hoy las cosas han cambiado, gracias a
las nuevas relaciones en turismo y cultura.
La referencia a Francia es pertinente, porque al ser más profunda, la
infravaloración de España por Inglaterra ha sido también más duradera.
La despreciable “Turquía de Occidente”, de los informes diplomáticos de
1900, sobrevive larvada en los recientes juicios expresados sobre el
tema de Gibraltar tras el Brexit.
Fue un primer ministro inglés, lord Salisbury, quien en la crisis del
98 proclamó que España era “un país moribundo” condenado a desaparecer.
Es también entonces cuando desde los nacionalismos emergentes la propia
existencia de España resulta negada. Para Sabino Arana, es el país de
los degenerados maketos; para los catalanistas, hay un Estado
español, no España. Es una satanización del nombre de España que sigue
hoy vigente en los medios de comunicación oficiales, tanto vascos como
catalanes, e incluso se infiltra en el lenguaje especializado. Así Henry
Kamen, al escribir sobre Fernando el Católico, advierte que sería mejor
hablar de “monarquía hispánica”, cuando sus estudiados Guicciardini y
Maquiavelo escriben sin rodeos España. Fue la objeción que recibí hace
tiempo de un excelente historiador catalán. De acuerdo, repliqué, pero
entonces habría que comunicarse por el túnel del tiempo con Maquiavelo,
Bodino o Montesquieu para hacerles ver su error.
Este es el tema actual a debate ante una extraña ofensiva, de raíces
ideológicas nacionalistas, que rehúye el diálogo ilustrado y procede por
descalificación personal contra toda objeción, incluso borrando para
ello las afirmaciones propias. Es el caso de Josep Fontana, cuyo texto
abre el volumen Espanya contra Catalunya, avalado por la Generalitat. Juzga “inquisidor” a quien le recuerde el veredicto de Cambó (el proteccionisme que imposà un dia Catalunya) y le atribuya supuestamente en falso la asociación de nazismo y PP, habiendo escrito un artículo titulado La deriva nazi del PP. Lo mismo sucede con la negación de la guerra de Independencia, base del juicio de que España no es una nación, leitmotiv
catalanista y ocurrencia celebrada con entusiasmo y agresividad por el
coro de abertzales. O con la escuela positivista de historia vasca, que
pasa por alto para satisfacción del PNV que su fundador fue un racista
antiespañol, con un discurso de odio y de violencia sin el cual no cabe
entender ni ETA ni el extendido rechazo visceral a lo español. La
prohibición de que la Roja juegue en San Mamés o las tormentas de
silbidos contra la simbología hispana, no surgen por generación
espontánea. Ni otras cosas más graves.
(*) Catedrático de Ciencia Política
https://elpais.com/elpais/2017/06/25/opinion/1498408930_985049.html
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