La culpa de que decenas de niños estén cayendo como moscas entre
vómitos, golpes de calor y lipotimias es del tiempo. Esa es la
conclusión a la que están llegando consejeros de Educación y hasta de
Salud de varias comunidades autónomas con más razón que el santoral al
completo.
No es que en muchos centros educativos no se haya invertido un
céntimo en años, que las ventanas no cierren, que no haya persianas ni
toldos, que los patios sean de cemento como la cara de algunos
políticos, que haya aulas con más densidad de población que algunas
zonas de Hong Kong, que se siga escolarizando en barracones o que los
colegios sean los únicos edificios públicos sin aire acondicionado. El
culpable es este verano tan loco que ha hecho que a las Inmaculadas de
Murillo se las vea con media melena.
Estos niños de ahora además son muy flojos y no hubieran sobrevivido a
la infancia de las generaciones anteriores, esas que se abrían la
cabeza a pedradas para controlar un descampado y que viajaban en el 600
para ir a la playa con los padres, la abuela y el canario en trayectos
de 12 horas y ni se inmutaban al pasar por Albacete.
El peligro de la canícula estaría conjurado si se hiciera caso a los
consejos de las autoridades, pero no es el caso. Mucho agua y kleenex
para el sudor es lo que se impone. Lo de ser nativos digitales tiene sus
ventajas y sus inconvenientes. La digitalización ha erradicado los
folios de las aulas y así no hay quien se haga un abanico dobla que te
dobla, como pedía sabiamente el consejero de Sanidad de Madrid, Rafael
Sánchez Martos. Se empieza por un abanico y de ahí al avión, al barquito
o a la rana saltarina. Nos empeñamos en hacer ingenieros y se olvida
que la papiroflexia es una profesión con futuro.
Luego están los profesores, que se las traen. A la que ven desmayarse
a un puñado de alumnos corren con el resto al tanatorio más cercano,
como ha ocurrido en Valdemoro, con la excusa de que está climatizado.
Lógicamente, el responsable de Educación, Rafael van Grieken, ha puesto
el grito en el cielo. A los niños hay que mantenerles en los centros a
toda costa y no enseñarles lo fresquito que uno está cuando se muere
para no meterles ideas en la cabeza.
Lo de los aires acondicionados tiene su historia. No es que no se
instale porque se considere un lujo innecesario, que de recursos vamos
sobrados. Es que es antiecológico y muy malo para los ojos, como han
experimentado en sus carnes los responsables educativos que lo sufren a
diario en sus despachos y que con gusto prescindirían de darle al botón
de encendido. No es una ocurrencia del citado Sánchez Martos sino una
opinión compartida por la comunidad científica en general y por la
bióloga molecular y consejera andaluza de Educación, Adelaida de la
Calle, en particular.
Ante la rebelión de padres en Andalucía, que han
decidido mandar a sus hijos a clase en bañador, De la Calle ha sido
tajante: ni es la solución ni la Junta está obligada a instalarlos. “El
aire acondicionado beneficia pero perjudica” ha dicho con mucho criterio
la buena señora ante los gritos de queremos aulas y no saunas. ¿Y las
aulas prefabricadas tipo horno pirolítico? Pues muy confortables y muy
americanas.
Las nuevas revelaciones deberían suponer un punto de inflexión para
esas administraciones que se han dejado llevar por las modas. ¿A quién
se le ocurre poner aire acondicionado en los ambulatorios o en los
hospitales? ¿Por qué se maltrata a los abuelos que van a por recetas a
los centros de salud y a los ingresados por peritonitis? ¿Qué han hecho
nuestros políticos para merecer ese trato inhumano? ¿Han de seguir
sufriendo en silencio los perjuicios de la climatización además de las
hemorroides propias de su humana y sedentaria condición?
Rápidamente han surgido leguleyos que esgrimen decretos en los que se
ha establecido en 27 grados la temperatura máxima permitida en lugares
de trabajo, y aquí han pinchado en hueso porque nadie en su sano juicio
defendería a los profesores que, como su propio nombre indica, tienen
más vacaciones que un maestro. De los panaderos o los asadores de
chuletas nadie se preocupa.
Como la ola de calor ya pasará, si no es ahora en diciembre, está de
más realizar estudios en colegios e institutos, determinar los puntos
más sensibles a las altas temperaturas y arbitrar soluciones, sobre todo
teniendo en cuenta que los nuevos veranos del cambio climático que
negaba el primo de Rajoy empiezan en mayo y acaban en octubre. Para
estas situaciones se inventó el botijo y ya habrá algún consejero o
similar que lo recuerde. Es de Catón.
(*) Periodista
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