Con ese tono condescendiente
propio de muchos intelectuales y pseudointelectuales de nuestro país,
nos llegan con frecuencia los avisos de que por el camino que vamos nos
convertiremos pronto en un país de camareros lo que, al parecer, tendría
consecuencias nefastas.
Lo
primero que hay que decir es que ya somos un país de camareros. Cerca
de 1.500.000 personas se dedican a este esforzado y abnegado trabajo. No
creo que ninguna otra profesión cuente con semejante número de adeptos.
Dicho esto, recordemos a los que transitan por el camino que lleva a la
"turismofobia" la enorme importancia de esa profesión en el
funcionamiento de nuestro sistema económico y en la imagen de España.
Recientemente, Alexander Gilmour iniciaba un artículo en el Financial Times
con una interesante frase: "Los camareros son las ventanas a través de
las cuales vemos el alma de las ciudades". En San Sebastián, continúa,
"irradian encanto y optimismo y, como no conocía a nadie más, asumí que
en esa ciudad todos son gente encantadora. En París, sin embargo, se
burlan de uno en cuanto no domina el francés."
El camarero se convierte así en
un "embajador" del país en el que está trabajando y en su mano está,
siendo competente, limpio y atento, que los turistas se lleven la mejor
impresión.
En ese mismo periódico, su corresponsal en España, Tobias
Buck, se maravillaba hace ya un par de años, y al poco de llegar a la
capital, de la capacidad, habilidad y memoria de los camareros
madrileños (yo todavía me sigo maravillando) que eran capaces de servir
los variados pedidos de cualquier barra de bar o mesa de café, que van
del templado en taza pequeña corto de café al americano, descafeinado en
vaso con leche fría, por supuesto sin errores, y cobrar todo, junto o
por separado, al poco tiempo de ser solicitada la cuenta. Muy pocos
sectores han merecido esta atención del corresponsal.
Decía el
presidente de la compañía aérea escandinava SAS, el gran Jan Carlzon, en
su libro El momento de la verdad, que en una empresa de
servicios, en este caso una compañía aérea, lo más importante son las
personas y que el momento clave es aquel en el que el cliente se
encuentra por primera vez frente a frente con la persona que representa a
la empresa que le va a prestar el servicio. Como consecuencia, en SAS
los empleados del check in o los que atendían las puertas de
embarque tenían una gran capacidad de decisión. El camarero suele ser el
primer empleado de España con el que trata el viajero.
Para muchos turistas y
especialmente para los que viajan con turoperador en régimen de todo
incluido, es fundamental establecer una buena relación con el camarero
que les va a atender durante su estancia, que, muchas veces, es el único
español al que van a conocer durante sus días de vacaciones (suponiendo
que el camarero sea español). Él o ella les va a ayudar a navegar por
el desconocido mundo de los vinos, de los productos locales y de los
menús del hotel o restaurante y puede conseguir que las vacaciones sean
un éxito o un fracaso.
Conocer al barman o al maître
por su nombre otorga prestigio, y junto con lo señalado anteriormente,
ayuda al cliente europeo a repetir su viaje al lugar donde se encuentra
bien. Y bien sabido es que el repetidor es el cliente más preciado.
Un buen camarero necesita mucha
inteligencia emocional, la que nunca tendrán los robots que ocuparán
muchos trabajos, pero no podrán sustituir a los que además de servir
platos y copas sirven ilusiones y conocimiento.
Ese desprecio hacia el "país de
camareros" viene de que, en general, es un trabajo mal pagado en
relación al esfuerzo exigido, que tiene jornadas laborales anómalas, un
alto nivel de precariedad y muy baja sindicación. Alguna medidas, como
incluir el servicio en la factura, al estilo americano, podrían ayudar a
una disminución del fraude fiscal y a una mejora de las condiciones
laborales que ayudarían a que muchos se mostraran orgullosos de vivir en
un país de camareros.
(*) Exdirector general de Turespaña
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