Las primarias del PSOE suscitan tal
atención que no solamente tienen a Podemos en una penumbra mediática
insólita sino que han conseguido oscurecer la corrupción del PP, una
charca repleta de batracios. No a propósito, claro está en ninguno de
los dos casos. El enfrentamiento en el PSOE es importante en sí mismo;
afecta a la gobernación del Estado en todos sus sentidos. Es para
tomárselo en serio. No que la corrupción o Podemos no sean importantes,
pero tienen un alcance menor, la primera en lo penal y la segunda en lo
político.
Obsérvese
asimismo, y no es por fastidiar, que es una confrontación muy profunda
en la que se da una muy alta participación de las bases y no solo en la
manifestación del voto (o de su anuncio), sino en las deliberaciones y
el activismo tanto en lo real/convencional como en lo virtual. En un
clima de apasionamiento y relativa contención. Las primarias han abierto
un foro público en el que interviene todo el mundo y en el que se
ventilan cuestiones que a todos interesan de modo bastante abierto y
civilizado.
Es un debate político y, por ende, con mucho personalismo,
pero de cierta altura y conducido en unas estructuras de partido
virtuales pero también reales; y no solo reales, sino hasta cierto punto
comunitarias porque la militancia socialista tiene a orgullo una
especie de cultura política de compañerismo que es casi una mística. Un
partido con casi 140 años de historia no es cualquier cosa.
El
enunciado de Sánchez de dos modelos de partido es una formulación
sintética de de la doctrina programática de su candidatura, llamada Nueva Socialdemocracia,
esto es, una puja en el actual debate sobre la crisis de esta
corriente. En su versión hispánica, el debate contrapone de un lado una
socialdemocracia de centro, con ínfulas social-liberales y escorada a
los pactos con la derecha, el apoyo a la dinastía y el conjunto del
statu quo y del otro una socialdemocracia de centro izquierda, de
carácter reformista, partidaria de la revisión constitucional y, por
tanto, no comprometida de antemano con el mantenimiento del statu quo.
En ambos casos el PSOE aparece como pieza necesaria de una coalición, pero en la de la derecha (la gran coalición) como una pieza secundaria y en la de la izquierda el programa común de la izquierda,
como la pieza principal. Desde el punto de vista del interés del
partido, el asunto es claro. Pero luego están los intereses de las
personas que hablan en nombre de los partidos. A Iglesias no le interesa
el triunfo de Sánchez porque el pacto de la izquierda perpetuaría la
subalternidad de Podemos. Y de ahí puede seguirse que quizá, a pesar de
todo, no haya gobierno común de la izquierda. Pero aun así, tampoco
sería peor desde un montón de puntos de vista que un gobierno de gran
coalición PP-PSOE.
Eso
es lo que se decide el próximo veintiuno: socialdemocracia de derecha
liberal apoyando al PP vergonzantemente con un discurso falaz de “dura
oposición”, o socialdemocracia de izquierda, de izquierda democrática
con el modelo a la vista del gobierno de izquierda en Portugal.
Las dos campañas se dan en estos marcos y a ellos ajustaban su estrategia, la de la caudilla, típica Blitzkrieg
o guerra relámpago de todas las baterías del aparato con aniquilación
del adversario, deslumbrado por el resplandor de los miles de avales,
igual que la pobre Semele murió abrasada al aparecérsele Zeus en todo su
fulgor. La del defenestrado justiciero mediante la formación de un
“ejército de nuevo tipo”, una movilización ideológica, por principios,
al estilo del pueblo en armas por sus libertades, el único capaz de
frenar el avance de los acorazados del aparato y su estructura
clientelar y mediática.
Y lo consiguió. Lo frenó. Tanto lo consiguió que ahora es la caudilla quien tiene que elaborar una estrategia para frenar a Sánchez.
Es un empeño tan inepto como el planteado en la campaña de los avales,
aunque a la inversa. Si ahora, presa del pánico y el despecho, se
orienta a atacar a su adversario, le habrá regalado la campaña porque él
podrá permitirse ignorarla y concentrarse en las propuestas positivas
y, por supuesto, conciliadoras.
El
resultado pinta optimista para el Sánchez por quien nadie daba un
ochavo hace seis meses. Su peor enemigo, que siempre acaba apareciendo,
será el exceso de confianza que encierra el mismo peligro en el que cayó
Díaz, el de infravalorar al adversario. Por ejemplo, no es cierto que
la suya sea la única alternativa,
aunque se lo diga a Patxi López, que no es un lince. La suya es una de
las dos opciones por las que probablemente se decidirá una mayoría de
militantes. Se entiende por qué la llama "única", por economía de
lenguaje. Ahora tiene dos semanas para explicarla, justificarla,
razonarla, compararla con la otra y demostrar que en efecto es mejor. De
igual a igual.
Para
ello nada más apropiado que celebrar cuando menos un par de debates en
la televisión, en los formatos que se juzguen más adecuados pero en
donde la gente pueda hacerse una mejor idea de qué proponen qué
candidatos, para cuándo y cómo se hará, las cuatro cuestiones que
definen la política, según nuestro antepasado Harold Lasswell.
(*) Catedrático emérito de Ciencia Política en la UNED
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