En 2015, José Manuel Roca y un servidor publicamos un libro titulado La antitransición. La derecha neofranquista y el saqueo de España. Con el título, me ahorro explicar el contenido. Hago solo hincapié en que calificábamos a la derecha del PP de neofranquista
y explicábamos cómo estaba (y está) dedicada al saqueo de su propio
país.
Abierta en la obra queda la cuestión de si es una especie de
conjunción astral entre neofranquistas y saqueadores o si hay una
relación causal, de forma que los neofranquistas son, por sí mismos,
saqueadores. Roca y yo tenemos a mucha gala habernos adelantado con las
claves de lo que luego ha ido pasando, hasta llegar a la sesión
concentrada de fuegos de artificio de los últimos cinco días, luego de
la resurrección de Cristo y de que el pendón nacional recupere el palo
entero: descubrimiento de que Rato presuntamente delinquía mientras
ejercía como vicepresidente y ministro de Economía, flotación del Tramabús (que viene a ser como un trailer o teaser), citacion a Rajoy a declarar como testigo, detención de Ignacio González y tutti quanti, imputación de Marhuenda y declaración hoy de Esperanza Aguirre.
Un
espectáculo de sombras y silencios, del gris de los juzgados, que
asombra en el exterior y tiene espantados a los del interior que dan
cuenta de los hechos con vocabulario apocalíptico: Madrid, agujero negro del PP, la detención de Ignacio Aguirre por corrupción tritura al PP de Aguirre,
"destrozo", "hundimiento", etc., etc. Ahorro también el relato del
barullo de trapisondas, latrocinios, malversaciones, trampas,
chanchullos, falsedades, prevaricaciones, extorsiones, cuñados, primos,
sobrinos, amigos, clientes, enchufados. Está todo en los reportajes
periodísticos. Es el habitual jardín de las delicias del expolio del
erario a cargo de estos mangantes del PP.
Porque
esa es la cuestión. Claro estaba desde hace tiempo que el PP no es un
partido al uso, sino, al parecer, una asociación para delinquir y que,
como tal, está imputado en dos procedimientos penales. En llano
castellano: aquí no hay una ideología, un proyecto, una comunidad de
propósito para lo público; aquí hay unas gentes que se ponen de acuerdo
para organizarse con intención criminal y llaman partido a su
organización, lo cual les posibilita, al ganar elecciones trucadas con
financiación ilegal, acceso a los recursos públicos con el fin de
expoliarlos en su propio beneficio. Caso Granados, por ejemplo.
¿Está
claro ahora también qué hay detrás de las privatizaciones de bienes y
servicios públicos, que defienden los expertos a capa y espada en los
medios de comunicación del capital? Puro saqueo. Proyecto había de
privatizar el Canal de Isabel II en el que este cogollo de ladrones
centraba sus actividades. Si lo consigue, hubiera sido un puntazo: una
empresa criminal gestionada por los gobernantes. Todavía quedan por
conocer los resultados concretos de la otra gran ola privatizadora
predicada por los neo-franquistas vestidos de neo-liberales, la de la
sanidad. Lo que se va sabiendo de los famosos hospitales de Aguirre pone
los pelos de punta. E imagínese lo que están dispuestos a mentir para
hacerse con las pensiones públicas.
Todo
lo que ha estallado estos días era conocido por mucha gente, intuido
por mucha más y visto por toda cuando se producían casos concretos que
mostraban la corrupción general del sistema: el proceso de Urdagarin y
su actual situación; la situación de Blesa, la de Rato. La connivencia
entre el poder político, las instituciones y los delincuentes,
condenados o presuntos, era total.
Esto
solo era posible con unos medios de comunicación controlados y al
servicio de la organización de presuntos malhechores. Y de ahí viene el
frente de periodistas omnipresentes en los medios, en defensa cerrada
del gobierno y su "partido" y al ataque de todos los demás. La
imputación de Marhuenda, hombre clave en este comando mediático, ya
permite resituar y recalibrar a sus congéneres en otros puestos de
combate.
Lo
incomprensible en este episodio es la abstención del PSOE en la
investidura de Rajoy. Esa decisión costó un golpe de mano en el partido,
su fractura y una crisis sin precedentes. Se venía justificando por
"razones de Estado". González pontificaba que era preciso dejar gobernar
a Rajoy "aunque no lo mereciera". Una vez perpetrada la abstención, el
PSOE oficial, el de la junta gestora al servicio de Susana Díaz, quería
legitimarla valorando su propia oposición en una actitud patética. Por
dos motivos:
1º)
no es cierto que haga oposición y, además, el gobierno va a plantear un
conflicto de competencias con el Congreso para cortarle las garras
legislativas, invocando la ley de presupuestos;
2º)
aunque la oposición fuera de verdad oposición, sería irrelevante porque
Rajoy ya no quiere gobernar, si es que alguna vez lo intentó, sino
seguir aforado y al mando de todos los departamentos de la
administración del Estado. Evitar a toda costa que lleguen a los
ministerios gentes de otros partidos. Por razones obvias.
Eso
también era evidente. Y, sobre todo, era evidente que abrir camino a un
gobierno que entraba en zona de turbulencia judicial era insensato.
Podía pasar cualquier cosa. Y está pasando. La próxima vez que los
jueces citen a Rajoy puede ser como imputado. A estas alturas nadie se
atreverá a negar esta posibilidad.
Y, por supuesto, Rajoy no va a dimitir.
Ahora
calcúlese con qué grado de autoridad y legitimidad puede este gobierno,
sostenido por una asociación de presuntos malhechores, hacer frente a
lo que la prensa llama "desafío independentista".
(*) Catedrático emérito de Ciencia Política en la UNED
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