Si Trump llegó a asegurar en la campaña electoral que Obama no era
americano, y muchos de sus compatriotas le creyeron y además lo votaron,
¿por qué no iba a declarar Pedro Antonio Sánchez (PAS) ante el juez que
no conocía al arquitecto del auditorio de Puerto Lumbreras?
Dos años
antes de convocarse el -preceptivo- concurso de ideas, ya Sánchez se
hizo con Martín Lejarraga fotos que aún siguen colgadas en la Red, y
ambos anunciaron públicamente que Lejarraga diseñaría el auditorio, lo
que no impidió que el presidente perdiera el otro día la memoria en sede
judicial. Estaba en su derecho, el mismo que asiste a cualquier
imputado, de faltar a la verdad para protegerse. Pero a los ojos de la
opinión pública queda claro que PAS conocía a su arquitecto, que le
encargó la obra, que la adjudicación contravino el procedimiento
administrativo, y que, si no sufre amnesia (esperemos que no), el
presidente hizo uso de su derecho a protegerse de preguntas incómodas
que pudieran perjudicarle.
Desde que la crisis institucional se hizo patente con la
investigación a Sánchez en el Tribunal Superior de Justicia (TSJ),
valores como la verdad, la honorabilidad de la palabra y el respeto a la
ley se están yendo al garete, un poco cada día, y dejando que ocupen su
lugar la mendacidad, el ruido dispersador y la laxitud en la
observancia de la norma jurídica. Algo de esto apuntaba Zygmunt Bauman
al introducir en el debate social su teoría de la modernidad líquida,
según la cual la zozobra se apodera del individuo, y de los colectivos,
al punto de terminar renegando de los valores que hasta el estallido de
la crisis sostenían en pie nuestro modelo de convivencia. La complicidad
del electorado estadounidense con Trump, y las veleidades extremistas
de un signo y otro que también asoman en Europa, son buenos ejemplos,
aunque entreverados hasta el tuétano por la fiebre populista, de esa
pérdida consciente de valores que antes creíamos esenciales.
Da la impresión de que Rajoy ha decidido ensayar en el tablero de
Murcia sus movimientos en la política nacional. Solo esto explicaría el
apoyo firme del PP al enrocamiento de Sánchez a costa de la palabra
dada, del compromiso firmado con su socio de investidura y del
acatamiento de la ley, que parecen los valores a sacrificar para ganar
la partida en juego. Que Sánchez, una vez investigado, se niegue a
dimitir y meta en una licuadora el término ‘imputación’, para extraer
según su conveniencia y la de sus correligionarios la inexistente figura
de la ‘imputación formal’, encuentra su justificación en los
incumplimientos del propio Rajoy. Si el presidente del Gobierno
quebranta el pacto, también de investidura, que suscribió con Albert
Rivera para seguir en La Moncloa, ¿por qué habría de respetar Sánchez el
suyo de aquí con Ciudadanos? Lo haría únicamente si se dejara guiar por
un sentido elevado del honor y se obligara por la palabra dada, valores
estos anteriormente sólidos pero hoy evanescentes al pairo de la
modernidad líquida.
Y luego está la ley. El ruido que se oye en torno al ‘caso Auditorio’
no debería hacernos olvidar la ley regional de Transparencia, que fue
aprobada por unanimidad en la Asamblea Regional (también con los votos
del PP), y cuyo artículo 54 emplaza a los cargos públicos imputados a
dimitir; su redacción es tan farragosa y dubitativa que ni siquiera
parece vinculante, pero su espíritu y la finalidad con la que se
promulgó resultan más claros que el agua cristalina. El ‘terremoto PAS’
amenaza con reducir también a cenizas el Código Penal y hacernos olvidar
que no solo debe respetarse la presunción de inocencia, sino también, y
con idéntico entusiasmo, la vigencia de cuantos artículos tipifican
como delitos las conductas que se investigan en el ‘caso Auditorio’:
prevaricación, malversación, fraude y falsedad. Al margen de lo que
resuelva en su día la Sala de lo Civil y lo Penal, que es donde quedará
establecida la inocencia o la culpa del presidente, debería convenirse
al menos la necesidad de respetar las leyes -todas-, en lugar de fijar
la raya roja en el hecho de meter la mano, como viene haciendo el PP en
una dialéctica perversa de la que podría colegirse que todo vale
mientras no se robe.
Perder la memoria en sede judicial está permitido, pero hacerlo desde
el Gobierno, no. Faltar a la palabra dada por escrito merece un
reproche democrático, y reinterpretar las leyes a gusto del consumidor,
también. Más allá del desenlace judicial y político de esta situación, y
por encima incluso de la erosión que sufre la imagen regional y la
reputación de las instituciones (circunstancias, todas ellas,
importantes pero a la postre pasajeras), haríamos bien en apuntalar los
principios que cimentan una sociedad democrática, antes de que se nos
caigan los palos del sombrajo. La crisis económica nos deja la enseñanza
de cuán difícil resulta recuperar algunas de las conquistas y algunos
de los valores que se quedaron por el camino mientras intentábamos
remontar la cuesta.
(*) Columnista
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