Existe la creencia popular de que muchos políticos están como un
cencerro y, según parece, hay informes científicos que lo demuestran. En
su momento Rajoy sostuvo que no era suficiente con ser español y mayor
de edad para ser presidente del Gobierno y, en referencia a Zapatero, al
que solía referirse como un incapaz que tenía la cabeza de adorno,
sugirió que se ampliaran los requisitos para el cargo.
No se le hizo
caso y él mismo llegó a la Moncloa tiempo después. Sea como fuere,
quizás fuera conveniente que los presidenciables pasaran un examen
psicotécnico, aunque no difiriera mucho del que se exige para entrar a
trabajar al Mercadona. Parece de sentido común que si para obtener la
licencia de armas se exigen estas pruebas, el señor al que se confía el
maletín nuclear deba ser evaluado mentalmente antes de recibir la llave y
los códigos.
Viene esto a cuento de la carta que ha publicado The New York Times
en la que 35 psicólogos, psiquiatras y trabajadores sociales aseguran
que Trump sufre una grave inestabilidad emocional que le incapacita para
ocupar el despacho oval. Los firmantes advierten de que el del
flequillo tiene serios problemas para aceptar opiniones distintas a las
suyas, lo que le hace experimentar reacciones de rabia, y creen probable
que al ser coronado como emperador del mundo y ver confirmado su mito
personal de grandeza aumenten sus ataques.
La opinión de estos expertos confirma el análisis de un grupo de
especialistas de Harvard quienes certificaron que el magnate padece
“narcisismo maligno”, un trastorno que inhabilita los sentimientos
sociales de quienes lo padecen hasta el punto de impedirles comprender
sus obligaciones morales y provocarles problemas de agresión y sadismo.
Llovía pues sobre mojado. El diagnóstico tiene a los mexicanos en un
sinvivir porque el psicótico vive en el piso de arriba y quiere tapiar
las escaleras de la comunidad de vecinos sin pedir permiso al
presidente.
Lo de Trump no es una rareza si se tienen en cuenta los resultados de
un estudio del psiquiatra Jonathan Davidson y su equipo para la Duke
University Medical Center, quienes tras analizar la conducta de los 37
primeros presidentes de EEUU llegaron a la conclusión de que la mitad de
ellos estaban tocados del ala, ya fuera porque sufrían de depresión,
como Madison o Lincoln, o un desorden bipolar, tal era el caso de
Jefferson o Roosevelt. El nuevo inquilino de la Casa Blanca no es, por
tanto, una excepción aunque en ninguno de sus antecesores se había
percibido tan claramente que estaba como las maracas de Machín.
Sería un error pensar que las enfermedades mentales se ceban
exclusivamente con los mandatarios estadounidenses. El propio Davidson
es el autor de un libro sobre los primeros ministros británicos, cuyas
conclusiones son bastante turbadoras. Desde el conde de Oxford, Robert
Walpole (1676-1745) a Tony Blair, un 75% de quienes ocuparon el cargo se
vieron afectados por depresiones severas, bipolaridad, demencia,
ansiedad social, diversas parafilias, o directamente eran alcohólicos,
dolencias que afectaron gravemente al ejercicio de sus funciones.
Hitler, según los informes de la CIA, lo tenía todo: histeria,
paranoia, esquizofrenia y hasta sifilofobia, que es sentir pánico a la
contaminación de la sangre. Stalin era un paranoico de libro, lo que
explicaría sus sangrientas purgas. El mundo ha sufrido a estos dementes
pero no faltan quienes afirman que un buen tarado puede salvar a un país
en tiempos de crisis graves.
Esta es la opinión del psiquiatra Nasir
Ghaemi, autor de Locuras de primera, donde establece que los
mejores líderes en etapas turbulentas de la historia son enfermos
mentales o mentalmente anormales. Sería el caso de Churchill, un
maniático depresivo cuya enfermedad le habría hecho entender desde el
primer momento las intenciones de Hitler dándole el coraje necesario
para hacerle frente.
El tal Davidson y su colega inglés David Owen creen haber
identificado el trastorno más común de los políticos que ostentan el
poder durante largos períodos de tiempo. Lo llaman síndrome de Hybris,
una especie de endiosamiento que les transforma en mesías, les hace
perder el contacto con la realidad y les provoca tales delirios de
grandeza que les impide rendir cuentas de sus actos a los simples
mortales porque sólo Dios o la historia pueden juzgarlos. Puede remitir
cuando el afectado cesa en el cargo o perpetuarse en su conducta. Aquí,
de natural modestos, venimos definiendo el fenómeno como el síndrome de
la Moncloa y hemos tenido ejemplos de ambos comportamientos. Ninguno se
ha librado, desde Suárez a Rajoy, aunque éste último ha conseguido
disimularlo con un atuendo para sus caminatas escasamente narcisista.
No hace falta ser un especialista para detectar que los más afectados
por el virus han sido González y Aznar, que siguen instalados en sus
respectivos olimpos y hasta disponen de sacerdotes consagrados a su
culto. En el caso del estadista con bigote se ha llegado a detectar un
complejo de inferioridad mal resuelto, que le provoca intensos sudores
de arrogancia más allá de las axilas. El síndrome es tan contagioso que
no es preciso alcanzar la presidencia. Basta con añorar que en algún
momento las alfombras de Moncloa se extiendan a sus pies para notar sus
efectos. Tal vez sea cosa de los ácaros del polvo.
Que Trump no sea el único demente que nos gobierna no sirve de mucho
consuelo. Poe decía que sólo cuando un loco parece completamente sensato
es el momento de ponerle la camisa de fuerza. Aún no se ha dado el
caso. Su enajenación no tiene nada de transitoria. No hay esperanzas de
que recupere la cordura porque carece de su recuerdo.
(*) Periodista
No hay comentarios:
Publicar un comentario