Ya iba siendo hora de que Cebrián dejara
de engañar y reconociera expresamente lo que es: un franquista. Lo hace
introduciendo una inverosímil gradación: su familia era franquista,
pero no tanto como la de Aznar. Pura miseria. El franquismo es un
modo de ser, de pensar y de hablar. Puede que haya alguna distancia
entre un hijo de un franquista y otro, pero será siempre mucho menor que
la que haya entre cualquiera de estos dos y una persona normal de la
calle. Porque ¿qué define el franquismo?
Desde luego, hubo y hay
franquistas muy variados: algunos eran monárquicos, otros sindicalistas,
otros católicos, otros ateos, unos aristócratas, otros plebeyos. Pero
todos, absolutamente todos, daban por buena una farsa de Estado regido
por un puñado de delincuentes que impuso la arbitrariedad, la ley del
más fuerte como el ordenamiento jurídico y definió toda la vida social
en función de sus parámetros católicos, autoritarios, despóticosy
conformistas. Todos los franquistas piensan que su idea es la única
válida y las demás deben someterse, silenciarse o suprimirse.
El
caso de Cebrián lo ilustra muy bien. Probablemente no sea tan
estúpidamente fascista como Aznar, pero fue un enchufado del régimen
anterior (director general de algo, ya se sabe) y sirvió inasequibla al
desaliento. Luego tuvo que echarse una pátina de demócrata, para engañar
a su jefe, Jesús de Polanco y a fe que lo consiguió porque lo ha
reemplazado en el puesto de mando, aunque para poner El País al
servicio de la derecha. No es tan reaccionario como Aznar, pero está
lejísimos de tener una actitud de apertura mental y respeto por lo que
no sean sus manías, aceptable en una sociedad moderna.
Su idea de que la
memoria histórica es admisible, pero no una ley que la consolide,
afiance y haga productiva revela el fascismo disfrazado de buena
conciencia de esta caterva de hijos de los vencedores de la guerra.
¡Estaría bueno que no le pareciera bien que la gente tenga memorias!
Solo falta a estos siervos ponerse a decidir lo que la gente pueda
pensar o no. No quiere Ley de la Memoria histórica porque, en el fondo,
como todos esos mansos historiadores del olvido lo que trata es
de conseguir que las víctimas y sus allegados no protesten, que se
resignen, que se callen, para que ellos puedan seguir disfrutando de su
posición de gente abierta y democrática.
En
cuanto a Cataluña, el fascismo le sale a Cebrián por la orejas. Nada de
independencia, nada de consulta o de referéndum. Como el caudillo
Franco. Palo y tente tieso: los independentistas a los tribunales. Y, si
hay que enviar a la Guardia Civil para meter en cintura a los
independentistas, s la envía. Su idea de España es la única válida y
quien proponga otra (o ninguna) que se atenga a las consecuencias. No
hay diferencia alguna entre Vidal Quadras, Albiol, Alfonso Guerra y Juan
Luis Cebrián. Todos creen que someter por la fuerza a los catalanes,
inhabilitar o encarcelar a sus dirigentes, suprimir sus instituciones,
quebrantar sus derechos es lo que debe hacerse. Exactamente igual que
Franco.
46/45
Hace
algo menos de un año, en abril de 2016, Puigdemont se personó en La
Moncloa con un repertorio de 46 cuestiones pendientes de tratar entre la
Generalitat y el gobierno central, el doble de las que había ofrecido
negociar a su vez Artur Mas el año anterior. Ambos presidentes
recibieron el acostumbrado y arrogante “no” mesetario envuelto en la
retórica flamígera del caduco imperio a cuenta de que una de las
cuestiones era el referéndum: no se puede negociar con la soberanía del
pueblo español.
¿Acaso
no coinciden Rajoy y Felipe González en ese punto falaz de la soberanía
innegociable del pueblo español? En ese y en muchos otros, pero ese es
aquí decisivo porque explica por qué el nacionalismo español no se
divide entre izquierdas y derechas. Es siempre de derechas. El de
izquierdas, también.
Meses
más tarde, en diciembre de 2016, la vicepresidenta Sáenz de Santamaría
admitía que el gobierno podía hablar de 45 de las 46 peticiones
catalanas. Fuera quedaba la cuadragésimasexta, que no podía ni
pronunciarse: el referéndum. De empeñarse en ello la parte catalana, no
habría ningún diálogo. Y ese es el espíritu que destila la actitud
actual del gobierno central: negociar sobre 45 de las 46 cuestiones,
dejando aparte expresamente el referéndum que es precisamente la
propuesta que da sentido a la posición de la Generalitat y constituye su
fortaleza. Cosa, por cierto, que podría haber ofrecido ya hace un año
de ser menos lento y algo más responsable.
Al
final, por tanto, el gobierno se sienta a negociar a regañadientes, con
un año de retraso y con imposiciones, como siempre. Pero lo hace. Los
que no querían ni empezar a hablar han acabado comprendiendo que
escenifican algo o la hoja de ruta catalana, en la que nunca han creído,
va a barrerlos a ojos de la opinión pública internacional. La misma
asustada sospecha de los socialistas que han pasado a hablar de
“plurinacionalidad” de España pero tampoco quieren oír hablar de
referéndum catalán.
Para
disimular su insostenible posición, el gobierno ha conseguido ya que su
Tribunal Constitucional, el órgano que actúa a sus dictados, haya
anulado la decisión del Parlament de convocar el referéndum. De este
modo, se sitúa fuera de la ley cualquier medida de las instituciones
catalanas en prosecución de la hoja de ruta y se posibilitan más
actividades represivas. De hecho, el TC ya ha instado a la Fiscalia a
que afine una segunda causa penal contra Carme Forcadell, presidenta del
Parlament.
En
estas condiciones la oferta de diálogo y entendimiento del gobierno
español es una farsa dentro de su acostumbrada política de amenazas. A
los efectos ha soltado también a sus voceros, pregoneros e
intelectuales orgánicos de todo el espectro político para que exijan
perentoriamente medidas contundentes. Si hace una fechas, Vidal Quadras
recordaba que, cuando no se respeta el Estado de derecho (el Estado de
derecho de la derecha española que ni tiene derecho ni, en el fondo, es
un Estado) las cosas se resuelven por la violencia, su correligionario,
Albiol, escenificaba gráficamente la amenaza pintando un futuro –que él
decía querer evitar- con el ejército de desfile por la Diagonal. Menos
belicosa la izquierda prefiere asustar por la vía administrativa y
penal, y Guerra habla de suspender la autonomía con el artículo 155. El
mismo artículo que invoca ese aparatoso prohombre, intelectual orgánico
de la transición, Juan Luis Cebrián. El último cachorro del franquismo
mediático, le añade un toque paramilitar hablando de la Guardia Civil,
para cerrar el círculo con los escandalizados prohombres de la derecha.
En
el fondo, quien mejor representa este espíritu de nacionalismo español
por encima de sus tenues banderías es José María Aznar, que considera
pusilánime toda intención dialogante del gobierno central con la
Generalitat. El mismo Aznar que entregó el 15% del IRPF a la Generalitat
a cambio del voto de Pujol a su investidura. Una concesión que
evidencia el fondo real de la intención del nacionalismo español,
especialmente el de derechas: está dispuesto a trocear España a cambio
del mantenimiento de su privilegio sempiterno de gobernar lo que quede
de ella. Lo que diferencia el independentismo catalán del nacionalismo
español, sobre todo el de derechas, es que este último no cree en lo que
dice defender.
(*) Catedrático emérito de Ciencia Política en la UNED
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