Los designios
de Donald Trump empiezan a aclararse. En lugar de apoyar a (y apoyarse
en) la multitud de aliados tradicionales de los Estados Unidos, los va a
seleccionar cuidadosamente. Lo hará dentro de un orden temporal
jerarquizado por objetivos selectivamente escogidos: primero un amigo
incondicional (Reino Unido), después amigos potenciales (Rusia), a
continuación amigos y aliados tradicionales (todos los demás europeos).
Pero
no se dejará guiar por las presunciones que han dado fundamento a
la gran política mundial de su país: la Alianza Atlántica como
fundamento de la seguridad post-II Guerra Mundial, más la libertad
de comercio de Bretton Woods y la consecuente globalización, más
las derivadas de estos dos últimos factores como garantía de que
las otras grandes potencias (Japón, China, etc.) se mantendrán
dentro de un marco de desarrollo económico pacíficamente
construido. Trump procurará, por lo contrario, hacer descarrilar
la marcha de China hacia la hegemonía económica en su parte del
mundo, como intentará hacer con las conquistas económicas
alcanzadas por México en Norteamérica gracias a su acuerdo con los
Estados Unidos.
Ya tiene su primer aliado: Gran Bretaña. Este fin
de semana se concretarán los fundamentos de una nueva alianza,
durante la visita de la primera ministra Theresa May a Washington.
Los dos mandatarios negociarán un acuerdo comercial
(coloquialmente ‘passporting’ para los hombres de negocios), que
tendrá el efecto de fortalecer la posición negociadora del Reino
Unido con la Unión Europea para el Brexit, y asegurar que Bruselas y
Berlín aceptarán que la capital británica siga siendo una base de
operaciones financieras con proyección en toda Europa, con apenas
cortapisas por regulaciones comunitarias. Pero sobre todo que
la salida del Reino Unido se acelere, con la mira puesta en que el
tratado bilateral Washington-Londres se celebre antes del final del
primer mandato de Trump.
La ‘premier’ británica propondrá a
Trump el restablecimiento de la que se supone tradicional
‘relación especial’ entre Londres y Washington, más acariciada hasta
ahora en aquella capital que en ésta. Una ilusión que
prácticamente se había desvanecido desde la salida de Margaret
Thatcher de Downing Street, y cuya reactivación Trump
escenificará en la que será seguramente su primera visita de
estado, como huésped de la reina Isabel.
Alemania, en el ojo del huracán
La
negociación de Trump con May incluirá un tratado de libre
comercio, que se pondrá en vigor tan pronto como se formalice la
salida británica de la Unión. Esta última se acelerará más de lo
previsto, porque Washington ejercerá gran presión sobre las
capitales europeas, especialmente sobre Berlín, modulada
mediante el probable lanzamiento de un programa de sustitución
para las importaciones industriales europeas, que a la
canciller Merkel (o su sucesor) le interesará negociar (a
regañadientes) con Washington, a cambio del cual deberá ceder en
cuanto al Brexit. Trump ha venido delineando esta estrategia con
sus elocuentes denuncias de lo que considera trato comercial
desigual entre unos Estados Unidos con las puertas abiertas a toda
clase de importaciones, y una Europa (pero sobre todo una Alemania)
que no corresponde, entre otras cosas por la protección del euro,
clave de la política europea de la Sra. Merkel.
Mientras todo
eso se acordaba, los emisarios de Berlín al nuevo equipo de la Casa
Blanca recibían largas por parte de Trump y su equipo, los cuales no
ahorraban signos exteriores de preferencia por el líder de la
campaña del Brexit, Nigel Farage, y que al nuevo presidente le
hubiese gustado como embajador de Gran Bretaña.
El nuevo
Washington quiere que Alemania deje de acumular reservas (una de las
mayores del mundo), y reduzca aceleradamente sus superávits
comerciales (256.000 millones de euros en 2015). En esto, Washington
encontrará apoyos en Roma, Madrid, París y todos los otros,
permanentemente aquejados de déficits comerciales con Alemania.
Pero a éstos no les gustará tanto la presión que Washington
pretendería ejercer sobre el Banco Central Europeo para que revise al
alza la cotización del euro, al objeto de hacer más competitivas
las exportaciones norteamericanas y menos las europeas. Esta
contradicción entre los intereses del grupo central europeo
(Alemania y vecinos nórdicos) y los europeos meridionales
(Francia incluida a este respecto) será explotada por la
administración Trump.
Ya se ha formado prácticamente un
frente europeo pro-Trump, lanzado hace pocos días en una
conferencia de partidos populistas de Francia, Alemania, Holanda,
etc. (no así de Italia o España), con programas más o menos radicales
contrarios a la Unión. Aunque no es probable que ninguno de esos
partidos alcance el poder en sus respetivos países (al menos este
año en Francia, Alemania y Holanda, y posiblemente tampoco en
Italia), su ascenso electoral reducirá la confianza del
electorado en los partidos gobernantes y debilitará la fe en las
ventajas de la Unión Europea.
(*) Periodista
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