No existe Estado democrático de Derecho sin una clara distinción
entre el poder ejecutivo, el legislativo y el judicial, lo que, entre
otras cosas, requiere que los jueces y magistrados que integran este
último sean independientes, inamovibles, responsables y sometidos
únicamente al imperio de la ley, según reza el apartado 1 del artículo
117 de nuestra Constitución. Estamos en presencia de unos requisitos
siempre esenciales, pero más, si cabe, cuando los poderes ejecutivo y
legislativo suelen ser del mismo color político, como sucede en España.
Es cierto que la potestad jurisdiccional, juzgando y haciendo cumplir
lo juzgado, es la tarea principal y excluyente de los juzgados y
tribunales, según se lee en el apartado 2 del citado artículo 117, como
lo es igualmente que la instrucción criminal no se incluye en aquella
dualidad de funciones reservadas al poder judicial. Sin embargo, bueno
es recordar que el apartado 4 de aquel mismo artículo prevé que a los
juzgados y tribunales (y suele entenderse que la declaración se refiere
asimismo a todos y cada uno de los miembros de la carrera judicial
individualmente considerados) se les puedan atribuir legalmente otras
competencias “en garantía de cualquier derecho”.
Hay, por ejemplo, jueces o magistrados en las Juntas Electorales,
como los hubo al frente del Registro Civil, y como los ha habido
tradicionalmente y los sigue habiendo para dirigir la fase instructora
en la generalidad de los procedimientos penales, por no añadir otros
muchos botones de muestra. Nadie mejor que nuestros jueces de
instrucción para proteger los derechos fundamentales de todas las
personas relacionadas con la investigación, aunque ésta no se dirija
contra las mismas. La libertad del investigado o procesado es el más
importante de sus derechos, pero no el único. Sirvan estas
consideraciones para centrar el debate sobre la conveniencia o no de
transferir a los fiscales todas las competencias instructoras hasta la
apertura del juicio oral, homologándonos así con la mayor parte de los
países de nuestro entorno.
La respuesta afirmativa al cambio depende necesariamente del “sí” y
del “cómo”. Creo que nuestros jueces de instrucción han cumplido y
cumplen su misión todo lo bien que lo permiten su carga de trabajo y su
relativa escasez de medios personales y materiales, pero lo más
importante desde la perspectiva del Estado de Derecho es que lo hacen
con la independencia de que carecen los restantes funcionarios públicos,
incluidos los miembros del Ministerio Fiscal, al margen de que sean magníficos juristas en su inmensa mayoría.
La estructura jerárquica de los fiscales llega hasta el punto de que
en realidad sólo hay un fiscal, el Fiscal General del Estado, del que
todos los demás actúan como simples delegados. Y el Fiscal General del
Estado se nombra por S.M. el Rey a propuesta del Gobierno, conforme
señala el artículo 124 de la Constitución. Puede que en otros países
este procedimiento no suscite recelos, pero el recuerdo de casos como el
terrorismo de Estado, los fondos reservados y algunos escándalos de
corrupción han producido una cierta desconfianza en la sociedad española
por dicha vinculación de origen entre el Fiscal General y el Gobierno. Y
aquí el problema no se soluciona afirmando una y otra vez que la
actuación del Fiscal se encuentra sometida a los principios de legalidad
e imparcialidad. Como sucede con el quehacer de los jueces y
magistrados, la imagen vale casi tanto como la realidad.
De otro lado, esta cuestión se encuentra íntimamente ligada a la
suerte que corra la acción popular, un instrumento que el artículo 125
de la Constitución pone al servicio de la participación ciudadana en la
Administración de Justicia, pero cuyo desarrollo legal pretende
restringirse por los abusos habidos en ciertas ocasiones. Las críticas
responden a la verdad, pero no hay que olvidar que algunas de las
condenas recaídas por graves hechos delictivos cometidos en el ámbito de
los poderes públicos o de los partidos políticos se deben
fundamentalmente al trabajo conjunto del periodismo de investigación y
del ejercicio de la acción popular.
El cambio, de llevarse a cabo, ha de realizarse con un cuidado
exquisito, huyendo de mimetismos formales, resolviendo simultáneamente
los problemas de la mayor o menor dependencia de la Fiscalía respecto al
Gobierno y sin reducir la acción popular a poco menos que nada.
(*) Consejero Permanente de Estado, Magistrado del Tribunal Supremo (J), Abogado del Estado (J) y Profesor Titular de Derecho Penal
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