El
nuevo ministro de Fomento ha reconocido algo que se sabía desde hace
mucho tiempo, pero de lo que no se quería tomar conciencia, que ocho
autopistas de peaje eran totalmente ruinosas y que sus concesionarios se
encontraban al borde de la quiebra o de la liquidación. Consecuencia:
que el Estado se tiene que hacer cargo de ellas y que la broma va a
costar a la hacienda pública más de 5.000 millones de euros. Total, una
bagatela. Ahora todos los partidos de la oposición se rasgan las
vestiduras y critican con dureza la operación de rescate. Alguien podría
decir que “a buenas horas, mangas verdes”.
Iñigo de la Serna va predicando por todas partes que no se trata de
un rescate, puesto que no hay una decisión política, sino que constituye
una necesidad, la de cumplir con lo pactado. Y en puridad tiene razón,
porque el rescate estaba implícito desde el principio, desde el mismo
momento en que se realizaron las concesiones y se aceptó en los
contratos la cláusula de responsabilidad patrimonial del Estado. Ahora
solo queda sufrir las consecuencias, con lo que una vez más se demuestra
que en economía y en política, los resultados, buenos o malos, de las
decisiones aparecen muchos años después de haberlas tomado.
En este caso fueron Aznar, Álvarez Cascos y Esperanza Aguirre los
responsables y es el Gobierno de Rajoy (tras el tránsito de los de
Zapatero sin querer afrontar la cuestión) el que tiene que asumir
finalmente las consecuencias. En realidad, el trance actual constituye
solo los coletazos de un macroproblema mucho más amplio, el de la crisis
económica y de las políticas que la originaron. Rajoy y el segundo
Zapatero (de 2008 en delante) han tenido que hacer frente, con mejor o
peor acierto -más bien con peor- a las dificultades derivadas de las
decisiones económicas tomadas en los años anteriores (Gobiernos de Aznar
y primer Zapatero).
El asunto de las autopistas de peaje ha resultado de la conjunción de
dos ideas disparatadas, ambas provenientes del credo neoliberal, y
entroncadas con la Unión Europea. La primera es la creencia de que todo
endeudamiento público es nefasto y que la maldad desaparece tan pronto
como se convierte en privado. Esa ha sido la causa de uno de los
principales errores cometidos en la Moneda Única, limitar e intentar
controlar el déficit público en lugar del déficit exterior, bien fuese
este público o privado. Tras los criterios de Convergencia y el Pacto de
Estabilidad, todos los países se echaron en brazos de la ingeniería
contable con el objetivo de manipular las cuentas públicas y engañar a
Eurostat haciendo pasar por endeudamiento privado el que en realidad era
público.
En plena fiebre del ladrillo el Gobierno de Aznar ideó la manera de
compaginar su ansia faraónica de obras públicas con la disciplina en
materia presupuestaria que imponía Bruselas. De ahí surgieron la
creación del GIF (para la construcción del AVE a Barcelona), las
autopistas con peaje en la sombra de Gallardón y la construcción de las
autopistas que ahora quiebran. En realidad, estas autopistas siempre han
sido públicas y el endeudamiento desde sus orígenes ha sido del Estado.
Es muy posible que la iniciativa privada jamás hubiera entrado en ese
negocio (para información de los liberales que lo quieren todo privado)
si el Estado no hubiese asumido el riesgo. Todo era público, excepto los
beneficios que, de haber existido, habrían sido privados.
Y con la socialización de pérdidas y la privatización de beneficios
entramos en el segundo aspecto, el de la asociaciones público-privadas
que tan de moda están no solo en España sino también en la Unión
Europea, ¿Qué otra cosa más que eso es el plan Juncker, que prevé
movilizar no sé cuántos millones en inversión sin gastar un solo euro
nuevo del presupuesto de la Unión, lo que sin duda es cuadrar el
círculo? En todas las áreas en las que coinciden la iniciativa pública y
la privada, esta sale siempre beneficiada y perjudicado el erario
público, bien sea directamente o bien indirectamente a causa de los
ingresos que deja de percibir.
Las fuerzas políticas que tan indignadas se muestran ahora con la
quiebra de las autopistas de peaje, cuando ya no existe solución,
deberían tenerlo en cuenta en el momento de tomar decisiones en todos
aquellos casos en los que se plantean -bien sea en el ámbito europeo,
estatal, autonómico o local- asociaciones público-privadas, para huir de
ellas y de todo lo que se les parezca.
El capital privado casi nunca suele perder. Tiene instrumentos
eficaces para evitarlo. En el asunto que nos ocupa hay que considerar
cómo ninguna de las concesiones de las autopistas recayó sobre un banco o
una constructora, aunque la mayoría de unos y de otras están en el
negocio, pero participan mediante consorcios que apenas disponen de
recursos propios, y en caso de dificultades pueden quebrar o liquidarse
sin demasiados problemas y sin que el capital privado sufra un gran
deterioro. Comportamiento generalizado en el sistema capitalista.
Ingenuamente podríamos preguntarnos cómo es posible que tras la crisis
del ladrillo la mayoría de las constructoras hayan continuado tan
campantes sin que se hayan producido apenas quiebras. La respuesta es
obvia. Todas las constructoras tenían sus propias promotoras, sin apenas
capital y a las que se podía dejar caer sin que ello afectase a la
matriz.
(*) Interventor y Auditor del Estado. Inspector del Banco de España
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