lunes, 12 de diciembre de 2016

Inefable Juan Luis Cebrián / Melchor Miralles *

Sí. Inefable. Porque no se puede explicar con palabras tanta jeta, tanta farsa, tan bilis, tanto ombligo, tanto talento perdido, tanto complejo, tanto rencor y tanta mentira contenidas en un libro de memorias (domina el caballero la memoria selectiva) y en una entrevista televisiva en la misma cadena a la que él ha prohibido acudir a sus empleados.

Daría para un libro en sí mismo el asunto, pero quiero detenerme en algunos aspectos relevantes. En la entrevista, Cebrián supera la imaginable cuando Jordi Évole le pregunta por su salario millonario e intocable en contraposición a los despidos del ERE en El País, y él, muy ufano, estirado, haciéndose el molesto, le responde: “Mis contradicciones la resuelvo con mi psiquiatra, mi psicólogo y antes con mi confesor. No estoy aquí para hablar de esto contigo. No me da la gana de hablar de mis contradicciones en público. Y punto final”. 

Con un par. Y siga usted preguntando si quiere, que a mí me la suda. Ande yo caliente y cabréese la gente. Y no es una minucia. Es una muestra más de cómo un periodista de nivel arruinó su trayectoria el día en que optó por entregarse a la causa del todo por la pasta y por el poder olvidando la esencia del oficio de periodista. Juan Luis Cebrián dejó hace mucho tiempo de ser periodista, un brillante periodista, y se ha convertido en una patética caricatura de sí mismo, se ha creído su personaje y ahí sigue, en el machito, impartiendo lecciones de ética con un par. Y sacando su vena autoritaria de cuna para cortar el asunto con un displicente “y punto final”.

Se ha puesto de campaña para vender su libro, como cualquier hijo de vecino, pero quizá no está midiendo las consecuencias de tanto ridículo. Con qué tranquilidad reconoció anoche que había un pacto entre algunos periódicos y periodistas para cubrir a la Casa Real. “Y fue bueno”, dijo, sin inmutarse. Bueno para él, claro, porque al Rey emérito, cuando llegaron los golpes, los que le bailaron el agua le dejaron solo.

En sus memorias cuenta sin rubor cómo El País se consagró en el liderazgo de la prensa nacional de calidad, la prensa seria, con una gran mentira publicada a sabiendas de que lo era: que el nombramiento de Adolfo Suárez se debió a presiones del Banco Español de Crédito. Explica con minucia cómo no se cumplieron los requisitos mínimos de comprobación de la noticia, cómo él y Jesús de Polanco sabían que era falso, pero lo publicaron, “y fue el segundo gran éxito del periódico… Gracias al artículo creció la popularidad e incluso la credibilidad del diario”. Y sin cortarse un pelo. Cebrián, el mismo que recorre el planeta dando lecciones de periodismo serio y solvente.

Lo que no tiene un pase, porque harta, es su insistencia en el libro en mantener que la noche del golpe de Estado frustrado del 23-F, El País fue el único periódico que lanzó a la calle una edición extra informando de los hechos y en defensa de la democracia y la Constitución. Otra mentira a sabiendas del campeón del periodismo solvente. Esa noche, Diario 16, con muchos menos medios humanos y materiales, publicó una edición tan solo una hora después que El País, más completa, más atinada, mejor titulada y en la que se incluía un editorial rotundo en la defensa de la democracia. Cebrián, con su insistencia goebelsiana en la mentira, no ofende a quien tantas veces ha envidiado, al entonces director de Diario 16, Pedro J. Ramírez, sino a las decenas de profesionales que estuvimos ahí trabajando en la calle San Romualdo cumpliendo con nuestra obligación como debe ser, como hicieron los colegas de El País y de otros medios de comunicación en toda España.

Cebrián pretende con sus textos y sus peroratas superar sus complejos. Es incomprensible, impropio de un tipo como él. No pasa nada porque mientras unos luchábamos desde la cuna contra la dictadura e íbamos a Carabanchel a ver a nuestros padres, él dirigiera la máquina de propaganda del dictador. No ha habido revancha y defendemos su derecho a expresarse libremente, incluso a tratar de evitar que se sepa quién es y de dónde viene. Y le reconocemos sus méritos, que también los tiene. Pero con las cosas de comer no se juega, y con el derecho de los ciudadanos a recibir información veraz tampoco.

Cebrián fue un colaboracionista de la dictadura de Franco hasta el último minuto, ocupó un puesto clave en la televisión del dictador, nada más y nada menos que director de los servicios informativos. Se justificó anoche sin pudor: "Me llamaron, lo pensé mucho… y un cuñado mío, comunista, me dijo que había que estar ahí, aunque participar en la burocracia de la vida pública no me apetecía". Vaya rostro de cemento tiene el inefable Cebrián. O sea, que fue el jefe de la propaganda del dictador porque le llamaron, pero la culpa de responder que sí fue de un cuñado comunista.Y la guinda, llamar a la dictadura “burocracia de la vida pública”. Pues eso, inefable, no se puede explicar con palabras. O por ser sincero, no se debe.

Le venía de familia la vinculación con el régimen fascista, no pasa nada, como a su después jefe, Jesús de Polanco, y como a los amigos que le rodeaban en su tiempo libre. Después, en democracia, dirigió un excelente periódico como El País. Claro que sí. Pero en los años de plomo del felipismo, se puso del lado de su cuate González y mantuvo silencio frente al crimen de Estado de los GAL, e incluso en ocasiones habló para justificar lo sucedido. Como para que nos dé lecciones el inefable ahora, después de tanto sufrimiento, algunos.

Entiendo que sea difícil convivir con su propia trayectoria profesional y humana. Comprendo que pretenda expiar sus “pecados”. Pero que no lo haga manchando el honor de los trabajadores de El País que han hecho su trabajo con decencia y de quienes en otros medios hemos cumplido siempre, con mayor o menor acierto, con nuestras obligaciones.


(*) Periodista

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