Es inevitable hablar de Rita Barberá.
Vaya por delante que Palinuro profesa a rajatabla el principio del
respeto a los muertos. De los muertos no debe hablarse ni bien ni mal
porque no pueden responder. Eso debiera bastar. Y aquí no se hablará en
absoluto de la difunta, sino del insólito guirigay que han montado los
vivos a su costa. Empezaron los de su propio partido a buscar de
inmediato culpables de la muerte por infarto.
Todavía córpore insepulto,
el ministro de Justicia empezó hablando de "conciencia" y, con claro
sentido de culpabilidad que los psicólogos llaman de "proyección", se
refirió a la conciencia intranquila de unos otros innominados pero
claramente situados en la izquierda a los que, de este modo hacía
responsables del óbito. La derecha se ha civilizado mucho. Ya no acusa
del hecho material, sino solo de la responsabilidad intelectual.
No
solo es injusto. También es absurdo y como el absurdo es más contagioso
que la risa numerosos dirigentes del mismo partido se han animado a
repartir culpabilidades como una máquina de riego automático fuera de
control: la "cacería" de los medios, la "pena de telediario", el
"linchamiento de la opinión pública", las "hienas" (cosecha de Rafael
Hernando), la maldad intrínseca de la izquierda. Todo con tal de no
reconocer que los primeros candidatos a esa poco honrosa plaza de haber
acosado a su antiguo referente y modelo en el que todos decían mirarse
son los que acusan a los demás. Fue fortísima la caída: los mismos que
la adulaban le esquivaban el saludo en público, como a una apestada.
Todo
esto es absurdo. Toda muerte cierra un escenario. Es un hecho mudo. No
plantea problemas morales. Se acepta porque no es posible hacer otra
cosa. Buscar culpables que no sean los autores materiales si tal hubiera
sido el caso es absurdo. Que cada cual le dé la interpretación que
quiera. Es culpable la sociedad entera. Y en la configuración de esa
sociedad fue muy relevante la fallecida.
Los problemas morales, el
ruido, los plantean los vivos, especialmente los políticos cuando la
situación se presta que es justo cuando dicen que no se presta. Y lo
hacen en el terreno habitual de la desmesura, la mendacidad, la
agresividad, el ridículo no solo entre sí, sino también hacia la
población. Pero, al darse contra el fondo del hecho trascendental de la
muerte, lo ridículo se convierte en grotesco. Algo que interpretaría muy
bien El Bosco.
La consolación de la poesía
Marcos Ana no se llamaba Marcos Ana,
sino Fernando Macarro Castillo. A mediados de los años 50, cuando
llevaba diez o quince de prisión en condiciones terribles, creó este
seudónimo con los nombres de su padre y su madre. Y el seudónimo se
convirtió en su nombre. Un tributo a la memoria de sus padres, sin duda
profundo.
Marcos
Ana no era poeta. Al comenzar su cautiverio, había sido, entre otras
cosas, comisario político comunista, pasó por los campos de prisioneros
de Los Almendros y Albatera (y quien sepa algo de la historia de la
posguerra sabe la que allí pasaba), fue condenado y recondenado a dos
penas de muerte, no simultáneas, sino consecutivas. Imagínese. Salvó la
vida por ser menor de edad cuando los hechos.
En su largo confinamiento
(23 años, nada nuevo en España: el bueno de Campanella pasó 27 años en
una cárcel de la Inquisición española en el XVI/XVII) se hizo poeta.
Devino poeta. Se hizo poesía. Vivió la poesía. Además, también como arma
de lucha. Eso es lo que lo distingue de su ilustre predecesor en el
infortunio, el sabio Anicio Manlio Torcuato Severino Boecio a quien un
poder igualmente tiránico condenó a morir en el siglo VI, mil años
antes. Esperando la muerte (que, en su caso, se consumó), Boecio
escribió La consolación de la filosofía, un libro que sigue
leyéndose hoy con gran provecho pues edifica el alma.
Marcos Ana
encontró la consolación, la fortaleza para afrontar su destino en la
poesía: su autobiografía, Decidme cómo es un árbol. Memoria de la prisión y la vida
así lo atestigua. La contraposición "prisión" y "vida" es elocuente: la
prisión es la muerte (pregúntesele a Dostoievsky), pero desde la muerte
se habla a la vida para cambiarla. En Marcos Ana no hay resignación,
como en Boecio, sino lucha. Ni mejor ni peor que la resignación.
Simplemente distinto.
(*) Catedrático emérito de Ciencia Política en la UNED
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