La pasada legislatura, la XI, fue anómala por corta e irregular, una
legislatura fracasada ya que no consiguió investir al Presidente del
Gobierno, y por ello quedó disuelta de oficio; otro dato del fracaso es
que el jefe del Estado, el rey D. Felipe no pudo pronunciar el discurso
de apertura de la legislatura, el primero de su ejercicio. La duodécima
legislatura ha superado ambos obstáculos: designó presidente del
Gobierno en el último minuto del plazo preceptivo y ha podido escuchar
el discurso de la Corona, un discurso que está bendecido por el Gobierno
pero también por el Rey que carece de autonomía política pero que
tampoco puede ser manipulado por el ejecutivo.
Del discurso de apertura de la Cámara no se puede esperar más allá de
generalidades bien explicadas, ajustadas a la lógica constitucional y
al papel integrador y de “arbitrar y moderar el funcionamiento de las
instituciones” tal y como reza el artículo 56 de la Constitución
Española.
Luego vienen comentaristas poco enterados, adanistas de vocación, que
sostienen que a ellos les gustaría que el Rey vaya más lejos, que ponga
más de su parte, que responda a expectativas de parte, sean justas y
legítimas o no tanto. Pero la Corona es “solemnidad” y al Gobierno y al
Legislativo les corresponde la eficacia, la correcta gestión de los
asuntos.
Y con respecto a la “solemnidad” el Rey hizo su trabajo, para el que
está preparado y para el que prepara a sus hijas, por eso no estaban en
el colegio, porque estaban aprendiendo una lección esencial. El Rey
aludió, de entrada, a una serie de conceptos y valores muy elementales,
por ejemplo al respeto que se merecen los unos a los otros y a las
instituciones.
Un respeto del que pasaron una serie de diputados (nada nuevo) que
consideran el Parlamento como un plató de televisión en el que hacer
ostentación de sus ideas, reivindicaciones y aspiraciones, pretensión
incentivada por el caso que les hacen, el éxito que tiene la
extravagancia que gana espacio en los medios en demérito de lo
relevante.
El Rey precisó sus tres compromisos, con los ciudadanos, con la
democracia y con España y lo razonó en términos muy sencillitos. No fue
suficiente para que los que habían anunciado que iban a hacer
ostentación de desafecto porque ellos no han elegido a ningún Rey. El
discurso del jefe del Estado no les disuadió, no estaba en el guion.
Quizá el aplauso de los demás fue más largo y más intenso. Una forma de
compensar que no compensa y que revela que el entendimiento es
complicado, que hay distancias abismales en la forma y en el fondo entre
quienes representan a todos los españoles. El Rey cumplió su función
con esmero y diligencia; hizo lo que manda la Constitución, lo que
tolera el Gobierno, que tiene el mando legítimo y lo que la buena
educación recomienda.
La XII legislatura ha empezado, ha cubierto los trámites preceptivos y
promete emociones fuertes, tensiones suficientes para no llegar a
término. Vamos a ver mucho circo, debates ásperos, maniobras asombrosas,
alianzas raras y confrontaciones imprevistas. El Rey salió ileso y
trasladó la sensación de que sabe el terreno que pisa y que es
consciente de que la institución es sólida mientras sea útil, mientras
siga aportando suficiente solemnidad y buen sentido. Por el que dirán no
hubo cóctel y el desfile fue ajustado a una liturgia de bajo coste.
(*) Periodista y politólogo
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