Por
enésima vez en su carrera, Rajoy ha vuelto a tumbar a un adversario sin
moverse. Ha repetido tanto el truco que sorprende su eficacia: se queda
quieto ante una crisis, como el eje de un tiovivo, dejando que los
demás giren a su alrededor hasta que alguien descarrila. En esta ocasión
se da la circunstancia de que el rival eliminado pretendió imitarle la
táctica.
Pedro Sánchez trató de permanecer inmóvil desafiando al
presidente a un duelo de estatuas, pero no contaba con que los suyos se
iban a poner nerviosos hasta acabar sacándolo de la pista. La relación
de víctimas de la esfinge marianista, incluidas las de su propio bando,
daría para un inventario casi completo de la reciente nomenclatura
política.
El siguiente en la lista puede ser un partido
entero. La destitución de Sánchez ha conducido al PSOE a una alternativa
letal entre abstención o elecciones, en la que saldrá malparado con
cualquier decisión que tome. A Rajoy le benefician las dos y de nuevo se
ha sentado a esperar que el competidor se canse o se equivoque. Los
socialistas tienen que elegir entre mal menor o mayor y en ambos casos
van a tropezar con su desdichada cadena de errores.
Sin
embargo en esta oportunidad el presidente acaso debería renunciar al
descabello.
Tiene la suficiente experiencia para saber que la
estabilidad de España requiere de un antagonista en condiciones de
sostener un bipartidismo imperfecto. Aunque la tentación de liquidar a
la socialdemocracia podría beneficiar al PP a corto plazo, porque le
ayudaría a concentrar un voto de autodefensa contra Podemos, a largo
reforzaría la teoría populista de los dos bloques, la del empate
catastrófico. Y la derecha no va a gobernar siempre. Quizá todo eso sea
mucha responsabilidad para un dirigente al que ni siquiera dejan
gobernar pero al fin de cuentas es el único político de Estado que queda
en pie tras el desplome de los liderazgos improvisados.
El problema es que el PSOE tampoco se va a dejar ayudar.
Necesita generosidad y al mismo tiempo no la puede admitir. Ha derrocado
a su jefe sin un plan B y al dictar anatema contra el marianismo
renuncia a agarrarse al único cabo que tiene a mano. En tiempos de la
política convencional esto se arreglaría con un acuerdo honorable y un
enfrentamiento más o menos ritual; ahora en cambio están mal vistos los
pactos de caballeros y el consenso parece un vicio estigmatizado.
El
peor legado de la etapa sanchista es la vuelta al frentepopulismo de los
pactos del Tinell, la acomplejada radicalización de un partido
dinástico. En sus cortas luces, el líder caído ha dejado a sus sucesores
maniatados. El socialismo moderado no volverá al poder mientras no
aprenda a distinguir al enemigo del adversario. Al primero lo tiene
detrás y al segundo enfrente; les guste a los barones o no, su futuro
pasa por el compromiso institucional y un duelo con reglas de guante
blanco.
http://www.abc.es/opinion/abci-esfinge-sentada-201610060152_noticia.html
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