La paciencia de los españoles es infinita, quizás curtida en 40 años
de dictadura o en un sentido fatalista de la política y conservador de
la existencia. La resiliencia ciudadana que mide la capacidad de superar
las adversidades, debe ser una virtud mediterránea que compartimos con
nuestros próximos los italianos.
El pueblo aguanta y soporta el lenguaje
falsario de la política sin pestañear, aunque en otros tiempos
finalizaba en un pronunciamiento, una cuartelada o una guerra civil. En
Italia, la inestabilidad de la política propició el diseño y el cultivo
de las artes. Nosotros los españoles acudimos a la épica.
El bloqueo político después del 26 de junio no responde a un modelo
de comportamiento de las democracias maduras de la Europa anhelada como
el mejor espacio para la libertad y la igualad.
La Constitución de 1978 hunde sus raíces más profundas en el pacto, en la restauración de la democracia y la Monarquía que ha sido la Institución que históricamente más había buscado como seña de identidad el entendimiento entre los adversarios políticos y la defensa de un concepto de nación que se forjó bajo sucesivos y diversos reinados.
Su precedente, la Constitución de Cádiz de 1812, se impregna de este
fundamento que se traslada a la estructura de sus tres primeros títulos
que se dedican a la Nación española y los españoles, al territorio de
las Españas, su religión y gobierno y a los ciudadanos españoles y a las
Cortes.
Después de nuestro tiempo más largo tiempo bajo un amparo
constitucional, se están propiciando dos afirmaciones falsas e
interesadas. El agotamiento de la Constitución de 1978, patrocinado por
quienes se presentaban bajo el aurea de la nueva política que las
elecciones de 2015 y 2016 ha puesto en su lugar y ha relativizado
rotundamente. Y de otra parte la desnaturalización de los resultados
electorales con el resorte de los vetos personales, intransigentes y
reiterados que nos aleja del pactismo que es el único método de
resolución política de las discrepancias.
Manuel Fraga se sentó con Carrillo y Adolfo Suárez con Felipe
González, personalidades que tenían historias personales diametralmente
distantes y fueron capaces de definir unas bases de actuación políticas
homologables a las democracias europeas. La estructura jurídica de la
Constitución es como toda norma mejorable, pero ha permitido la
investidura de Presidentes, la formación de Gobiernos y el control de la
oposición con una cierta y evidente eficacia en los últimos 38 años.
Lo que la Constitución de ni ninguna norma puede suplir, es el modo
de comportamiento de los representantes políticos ante las situaciones
electorales concretas. Ni puede servir para desnaturalizar el núcleo
básico constitucional que es favorecer la gobernabilidad en un sistema
democrático avanzado con los tres poderes, el ejecutivo, el legislativo y
el judicial en plenitud de funciones.
Los momentos de tránsito se contemplan en la Constitución, como
resulta de su propia naturaleza, como transitorios que están
indefectiblemente avocados a cumplir su función que es la de proceder a
la renovación democrática.
Nadie puede sostener, ni en la interpretación más torticera, que cabe
una interpretación extensiva de la Constitución que ampara la
repetición sine die de procesos electorales. El espíritu de la Ley
fundamental no es otro que el de la normalidad constitucional con los
tres poderes en plenitud de funciones, sin un descabalgamiento de
ninguno de ellos. Y más en estos tiempos en los que la celeridad en la
toma de decisiones no es ya una virtud, sino una exigencia de un mundo
globalizado que lucha sin descanso por ganar la batalla al tiempo.
Se acusa a Mariano Rajoy de no hacer lo necesario para lograr la
investidura, como si la responsabilidad en la formación del Gobierno
fuera exclusivamente suya, lo que sería cierto en un escenario de
mayoría absoluta. Pero los electores han elegido un modelo de
responsabilidades compartidas, sin vetos personales en el que cada líder
político y cada partido tienen su cuota aparte. Unos formar Gobierno y
otros ejercer la oposición, controlando al Gobierno.
Y se pide a Mariano Rajoy que se haga el harakiri en la plaza
pública, clavándose la espada de samurái mientras Pedro Sánchez y Albert
Rivera celebran su hazaña y declaran purificado del espíritu de la
corrupción al Partido Popular, en un suerte de aquelarre en el que no
persiguen sino la satisfacción personal que les negó las urnas.
Nada más lejos del espíritu constitucional y propio de quienes están
en la política con escaso entendimiento de los métodos que se aplican en
las democracias avanzadas. A nadie se le pide que dimita de hacer
oposición o que abdique del principio de reversibilidad democrático.
Se busca un acuerdo para un nuevo marco de estabilidad por un periodo
máximo de cuatro años. ¿Será necesario poner un anuncio: se buscan
políticos para la nueva situación?
(*) Abogado y Registrador de la Propiedad
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