miércoles, 1 de junio de 2016

¿Y las ideologías? / Ramón Cotarelo *

Según parece, murieron de consumo ostentoso a mediados del siglo pasado. Certificó la defunción Daniel Bell, con gran irritación de Gonzalo Fernández de la Mora, quien reivindicaba para sí la patente del título. Estando muertas las ideologías, ¿de qué podrían echar mano los seres humanos para seguir entrematándose? Huntington encontró la fórmula: de las civilizaciones. Las peleas serían ahora por algo mas inabarcable que las ideologías, por las culturas en su sentido más amplio, profundo y perdurable: las civilizaciones. Según el mismo autor: las luchas ideológicas eran sustituidas por choques civilizatorios. Después, Rodríguez Zapatero tendría la cándida idea de sustituir el "choque" por la "alianza" de civilizaciones. En realidad, ideologías o civilizaciones, ambas venían a ser disfraces y justificaciones de las eternas pulsiones humanas: guerra, saqueo, opresión, rebelión, venganza, más guerra. 
 
En tiempos de las ideologías, algunos creyeron que el comunismo era la salvación e incorporaba la promesa de unas relaciones humanas libres de aquellas taras. Hasta que la invasión de Afganistán por la Unión Soviética en 1979 y su derrota diez años más tarde les hizo comprender (aunque no a todos ni mucho menos) que, comunistas o no, los rusos eran tan imperialistas como todos los demás. Unos veinte años más tarde las necedades de Bush hablando de exportar la democracia a punta de cañón en el Oriente Medio no conseguían disimular el objetivo de la sempiterna guerra de rapiña, para quedarse con los recursos del Irak.

Ideologías, civilizaciones, palabras altisonantes, conceptos graves, pompa y circunstancia. Nuestros políticos -que han decidido ofrecer un solo espectáculo de debate a cuatro el día 13- son gente práctica, con los pies en la tierra, realista, con sentido común y no van a dejarse envolver en las nieblas de la ideología. Por eso hablarán de cosas tangibles, de las que dicen creer que verdaderamente interesan a la gente: los impuestos. Y, como se ve, uno (precisamente el que menos crédito tiene por ser un embustero redomado) promete bajarlos; otro dejarlos en donde estan, pero bajando el IVA cultural (Rivera) y otros (PSOE y Podemos), hablan de subirlos.  Aparentemente, estamos en un terreno realista, objetivo, que interesa a todos, utilitario, en definitiva. ¿Cómo es posible que unos propongan lo contrario de los otros? ¿Hay o no margen para bajar los impuestos?

Sí y no. Y aquí es donde la maldita ideología reaparece de entre los muertos porque en realidad no estaba muerta ni lo ha estado nunca. La decisión de subir o bajar los impuestos no es una decisión económica, sino política. En realidad, ninguna decisión económica es económica, pero no tenemos tiempo aquí de probar tal verdad, porque toda decisión colectiva es política. Hasta ese "óptimo de Pareto" que se quiere impoluto es una decisión política. Una decisión es política cuando beneficia a unos y perjudica a otros en función de opciones subjetivas que se justifican por criterios puramente ideológicos. 

Pongo un ejemplo: todo el mundo está temblando por las pensiones; especialmente los sinvergüenzas del gobierno que han saqueado el Fondo de Reserva a base de comprar bonos del Estado, es decir, bonos basura porque son bonos para financiar este desastre de Estado, que no tiene para pagar a los médicos o a los profesores pero sí para alimentar a los curas. Bastó, sin embargo, con que Pedro Sánchez dijera que, si había problema con las pensiones, se pagarían mediante impuestos para el Sobresueldos se le echara encima casi mordiendo. ¿Por qué? Porque, al igual que los grandes empresarios (que, por cierto, no pagan al fisco), cree que la recaudación fiscal es suya y no quiere malgastarla en devolver a los pensionistas el dinero que les ha birlado y era suyo por haber cotizado cuarenta, cincuenta, sesenta años.

Es decir, subir o bajar los impuestos, como invertir aquí o allá, subvencionar esto o lo otro, son decisiones colectivas que se basarán (es de suponer) en documentación técnica de viabilidad pero que responden a una decisión política que, a su vez, obedece a una orientción ideológica. Si se escamotea la discusión sobre las orientaciones ideológicas argumentando eficacia práctica, lo que se está haciendo es permitir que en los debates queden por encima (y, por tanto, arrastren más votos) quienes mienten más con las estadísticas en la mano.

Y esta es la trampa de esos encuentros mediáticos -en TV o en radio- en la que la izquierda se deja engatusar por la derecha. Lo importante en la acción colectiva no son los medios, sino los fines. La derecha lo tiene claro. Como demuestra un examen somero de la última legislatura del PP, el fin de su actitud era expoliar el erario, todos los fondos y propiedades públicos y entregárselos en propiedad a los amigos y, de paso, financiar la asociación de ladrones a la que llaman partido.

Por el contrario, los fines de la izquierda no están tan claros ni mucho menos. Teóricamente consisten en mejorar las condiciones de vida de los sectores en desventaja, pero no hay acuerdo respecto a la forma, aunque debiera haberlo si su opción fuera mirar de verdad por el interés de los desfavorecidos y no por su propio ombligo, sus cargos y sus vendetas personales.

Sería bueno que en el debate televisado del próximo13 de junio, los del PSOE y los de Podemos no se atacaran sañudamente como acostumbran y concentraran sus ataques en descubrir cómo sus adversarios gestionan la economía con criterios ideológicos para beneficiar a los empresarios, capitalistas, banqueros y curas y cómo, en el trayecto, parte de ese dinero acaba en los bolsillos de los políticos que intervienen en estos latrocinios. No veo por qué no se va a llamar indecente a un político que, como el sobresueldos, lleva decenios cobrando cantidades de dudosa procedencia y amparando rodo tipo de corruptelas en provecho propio, de sus familiares y amigos. 
 
Cataluña no cabe en España

Parece que los nacionalistas españoles comienzan a entender que la cuestión catalana es una crisis constitucional española. No una “algarabía” como definió en su día Rajoy el asunto con su habitual inteligencia, sino una cuestión medular que afecta al fundamento mismo de la tercera restauración y a la viabilidad del Estado. Gracias a esa conciencia se han hecho algunas propuestas, pues la política es una actividad práctica.

Abrió camino Podemos, admitiendo el referéndum que los demás nacionalistas españoles negaban, como lo hicieron ellos mismos hasta su fracaso en las elecciones de 27 de septiembre de 2015. Ahora matizan que ese referéndum habrá de ser pactado con el Estado, lo que equivale a quitar con una mano lo que se da con la otra.

Reaparece igualmente el PSOE, también moderando su primitiva intransigencia. La gustaría un país federal en el que Cataluña tuviera un reconocimiento de su especificidad. Menos da una piedra y algún socialista llega incluso a hablar de “bilateralidad”, si bien otros recuerdan que cualquier reconocimiento de especificidad y bilateralidad deberá hacerse en el marco constitucional de la igualdad de todos los españoles. Al margen de que los españoles no seamos iguales, yendo a la letra pequeña de la oferta, se descubre que esta viene a ser como la cuadratura del círculo: la singularidad catalana dentro de la igualdad española.

Una vez más alguien está dando vueltas a eso que llaman “el encaje” de Cataluña en España, una expresión convencional cada vez menos significativa. ¿Y si, en realidad, Cataluña no tuviera encaje en España? No es cosa de remontarse a los siglos pasados, práctica muy socorrida en estos casos. Basta con observar cómo en el último, Cataluña se ha desarrollado en un sentido mientras España lo ha hecho en otro, hasta llegar a ser dos países distintos.

Cataluña ha adquirido una plenitud que España no tiene y encajar la una en la otra pudiera ya ser imposible por falta de fórmulas para ello. Pero el nacionalismo español, siempre dos pasos por detrás de la realidad, insiste en proponerlas dando por nuevas algunas que, como el federalismo, cayeron en desuso antes de estrenarse. Un espíritu generalizado en el independentismo tiende a ver la propuesta federal como algo ya anacrónico y exige el paso al referéndum unilateral. Es posible que este paso acabe siendo necesario, pero en el momento actual, la posición de Puigdemont, parece dictada por la prudencia del que quiere transitar “de la ley a la ley”, razón por la cual se muestra dispuesto a un referéndum en el que el federalismo fuera una posibilidad. Pero el referéndum es el punto de partida, no el de llegada.

¿Cómo han admitido por fin los nacionalistas españoles una ronda de ofertas de reforma de la Constitucion? Sencillamente, porque no les ha quedado más remedio. Al comienzo de la polémica, nadie pensaba que el proceso soberanista alcanzara el punto que ha alcanzado, en el que la independencia es una opción real. A partir de cierto momento se considera imprescindible contrarrestarlo haciendo propuestas más o menos razonables. Este es el giro de la política española, propiciado seguramente por las nuevas elecciones del 26 de junio, de las que Sánchez hace responsables a los independentistas catalanes.

Y ¿a qué se deben esas propuestas más o menos razonables sino es a la unidad del frente independentista? En el fondo, bien claro está, en la crisis del sistema español, la Cataluña independentista actúa como la verdadera esencia de una oposición que falta en España. La oposición verdadera en el Estado está territorializada y se llama Cataluña. Es la unidad del independentismo el que fuerza al nacionalismo español a hacer ofertas de reforma para resolver la crisis constitucional. Con todo y ser insuficientes, más lo serían si esa unidad se rompiera por las razones que fueran. En ese caso, las ofertas desaparecerían como por ensalmo.

Es la insistencia en la opción independentista la que fuerza la presentación de fórmulas reformistas que tratan de evitar la convicción de que, en el fondo, Cataluña no tiene encaje en España o, como sostenemos aquí, Cataluña no cabe en España. Si la voluntad política independentista catalana se rompiera, el horizonte de la construcción de un Estado desaparecería y volverían los tiempos de la Comunidad Autónoma, eso sí, muy específica.
 
 
 
(*) Catedrático emérito de Ciencia Política en la UNED

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