La infinita paciencia con que Carles
Puigdemont explica en el páramo mesetario los propósitos de su gobierno,
de Junts pel Sí, de la coalición que lo sostiene en el Parlamento
merece la condigna glosa. Sobre todo porque, siendo prédica en yermo
intelectual, no dé lugar a la conclusión errónea de que, explicadas las
intenciones de la Generalitat y siendo estas bonancibles y democráticas,
no encontrarán obstáculos ni dificultades.
El
análisis toma pie de la fórmula de Puigdemont –explicada de nuevo con
escaso éxito a la señora Pastor- “de la ley a ley”. Se entiende: el paso
de la autonomía a la independencia se hará sin aventuras, sin
peligrosos saltos en el vacío, sin solución de continuidad, yendo de la
legalidad a la legalidad para que no haya incertidumbres en donde pueda
acechar el caos. La tranquilizadora expresión procede de la proclamada
por Torcuato Fernández Miranda, de quien se dice que fue el habilidoso
artífice de la transición española de la dictadura a la democracia. Una
maravillosa filigrana jurídica por la que la libertad sustituyó a la
tiranía casi sin sentirlo.
La
fórmula ya fue utilizada antes por Artur Mas con la misma finalidad de
sosiego. Mas la encajaba en una teoría de amplio vuelo que presentaba la
transición nacional catalana como una “segunda transición”, como
beneficiándose y prolongando las enseñanzas de la española. De la ley a
la ley. Segunda transición. Tranquilidad.
Esto
de la “segunda transición” es expresión recurrente y ambigua en el
lenguaje político español. Muchos hablan de ella, sobre todo quienes
sostienen que la primera fue un fracaso (o, algo peor, una traición) en
sus orígenes o bien ha fracasado después en su desarrollo. Prueba es que
la proponen gentes tan aparentemente distintas como José María Aznar
(“segunda transición”) y Pablo Iglesias (“nueva transición”). Se quiera o
no, al llamar a la transición nacional catalana “segunda transición” es
obligado refrescar el juicio sobre la primera. Y ahí salta un aspecto
que no sé si está valorándose correctamente en los discursos
independentistas.
La
transición española fue la mudanza de una dictadura decrépita,
desprestigiada, a un sistema que quería ser democrático. El paso de un
régimen moribundo que solo sabía hacer daño, reprimir o destruir, pero
no construir nada, a otro que abriera nuevas posibilidades. Nadie creía
en la legitimidad del franquismo; ni sus servidores. Ni el Rey, que lo
era por obra de Franco. Nadie era leal a los principios de un Movimiento
Nacional que todos habían jurado. El sistema era una cáscara vacía, un
tinglado sin sustancia, una mentira chapoteando en sangre ya seca.
Aun
así, cambiarlo no fue tan sencillo ni tan fácil. El relato edulcorado
de la transición pasa por alto demasiadas cosas: los muertos de Vitoria,
los asesinatos de Atocha, el crimen de Yolanda González, las
actividades terroristas de las policías y parapolicías del régimen, los
asesinos de extrema derecha, las provocaciones y la intentona del 1981.
No obstante es cierto que, en conjunto, el balance fue relativamente
pacífico en comparación con los sobresaltos que se dieron en otras
partes.
Pero
el problema del uso metafórico de la “segunda transición” no radica en
el pasado, sino en el futuro. Plantear una salida de la dictadura a la
democracia en 1978 concitaba práctica unanimidad a favor. Plantear una
independencia de Cataluña frente a la España de 1978 concita práctica
unanimidad en contra en la misma España. A día de hoy hay 253 votos
cerradamente en contra en el Congreso de los diputados, esto es, mínimo
el 73% de la cámara. 73% de diputados que se corresponden,
probablemente, con igual o superior cantidad de ciudadanos del Estado
que defienden la legitimidad del régimen de la Restauración, la vigencia
de la Constitución de 1978 (algunos quieren reformarla precisamente
porque la apoyan) y no quieren que se cambie o transforme. Aquí no hay
un problema de desprestigio del sistema como con la dictadura. Al
contrario: hay toda una batería de propaganda que presenta el Régimen de
la Restauración como algo dinámico, democrático, abierto y moderno (en
su extremo más estúpido, una “gran nación”) y que tilda el programa
independentista de parroquialismo, aldeanismo, demagogia cuando no algo
peor, como fascismo o nazismo.
La
fórmula “de la ley a la ley” tiene encanto, pero puede ser ingenua y
sembrar ilusiones sobre la dura realidad de los hechos. Porque, por
muchas fórmulas que se empleen, cuando las instituciones de autogobierno
catalán hacia la independencia comiencen a funcionar, habrá una
confrontación, habrá una conflicto, quizá desobediencia, quizá
represión.
Nadie lo quiere. Pero, para que las cosas no sucedan no basta con no quererlas. Hay que prepararse para combatirlas.
(*) Catedrático emérito de Ciencia Política en la UNED
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