El caso de Rita Maestre, condenada a una
multa por ofender los sentimientos religiosos de terceros, trasciende
la anécdota personal y entra en el campo del interés general sobre
asuntos espinosos como los derechos, sus límites, los delitos, sus
tipificaciones, etc.
Dice la alcaldesa de Madrid, jueza de profesión, que la condena a Maestre "limita su libertad de expresión".
Es una formulación ambigua porque, en principio, para que limitar la
libertad de expresión de alguien fuera, a su vez, condenable, habría que
especificar por qué el limite establecido no es aceptable. Como jueza,
Carmena sabe que no existen derechos absolutos y la libertad de
expresión también tiene limites. De hecho, la misma Carmena trata de dar
cuerpo a su posición hablando de que vivimos una involución democrática
(con lo que habría que entender que la condena a Maestre es injusta por
encontrarse en esa reprobable tendencia) y aduciendo además criterios
jurídico-formales en el sentido de que la sentencia va a recurrirse y
que podría quedar sin efecto por una decisión de un órgano superior. Son
cosas distintas pero, en el fondo, apuntan al mismo problema: el de
justificar el límite impuesto al ejercicio de un derecho. Ese límite
está claro: ofender los sentimientos religiosos de terceros, hacer
público escarnio de sus dogmas, según dice el Código Penal.
La
cuestión, por tanto, no es si la libertad de expresión tiene o no
límites, que los tiene. Tampoco si la sentencia es ajustada a los
límites que el código penal señala que probablemente lo es, incluso cabe
decir que es benevolente. La cuestión es si el tal delito está bien
tipificado y qué quiere decir "ofender los sentimientos de los miembros
de una confesión religiosa", una cuestión bastante vagarosa que aparece
relacionada con otra mucho más problemática como es la de la blasfemia.
La cuestión, en definitiva, es la de una protesta pública (perfectamente
amparada en la libertad de expresión) en contra de la existencia de un
lugar de culto pagado con el dinero de todos en un espacio público de
una Estado no confesional. La cuestión es si esa protesta puede
reprimirse invocando los sentimientos religiosos de quienes se arrogan
el privilegio de atender a sus creencias religiosas en lugares en que
estas no debieran estar y financiándolas, además, con el dinero de
todos, incluso el de aquellos que no están de acuerdo con la existencia
de esos lugares de culto en espacios públicos.
Este
asunto, evidentemente, trasciende el caso concreto de la persona
condenada y de la jueza que condena para ponerlo en el ámbito en que
debiera estar, el del legislador y su obligación de impedir que unos
ciudadanos abusen de otros en el ejercicio de sus derechos. Esto es, es
el legislador el que debiera impedir que unos ciudadanos obliguen a
otros a financiar sus supersticiones y respetarlas allí en donde su
ejercicio no debiera ser lícito. Y, claro, acabamos topando con la
Iglesia, como siempre en España y con el hecho de que este país, en
realidad, es una hierocracia en la que siguen mandando los curas que
imponen sus criterios a través de la confesión religiosa de la mayoría
de los legisladores.
Por
supuesto que Rita Maestre debiera ser condenada si hubiere ofendido los
sentimientos religiosos de unas gentes que estuvieran cultivándolos en
el ámbito privado, que es el propio de toda religión. Pero no es el
caso. Ha sido condenada por protestar por el hecho de que unas gentes
privaticen indebidamente un espacio público para el cultivo de sus
ceremonias privadas. Por eso es injusta esa condena, porque es injusta
la norma legal que la ampara ya que esta, por la sinuosa influencia de
los curas, no distingue entre el ejercicio público y el privado de un
culto.
Si
alguien, por muy sensible que sea, se vale de la vía pública para
organizar sus ceremonias y supersticiones estará expuesto a que otro -yo
mismo que en esto apoyo a Rita Maestre- haga cuchufletas y se ría de su
culto a mandíbula batiente. Los espacios públicos son tan míos como de
los seguidores de cualquier secta y el mismo código penal que castiga a
quien ofende los sentimientos religiosos de alguien sin importarle en
dónde se exhiban castiga en el siguiente apartado del propio artículo a
los que ofendan a quienes no tienen sentimientos religiosos y están en
su derecho de no querer prácticas supersticiosas privadas en ámbitos
públicos. Sí, exactamente ese delito que estaban cometiendo quienes
rezaban en la capilla cuando Rita Maestre y sus gentes fueron a
manifestar en público su desagrado con el mismo derecho que los otros
hacían pública ostentación de sus creencias.
¿Lo
ven? Un problema de interpretación. ¿Por qué he de considerar menos
delito arrodillarse en público en la universidad que protestar con el
torso desnudo?
Pero en ese asunto nadie quiere entrar por miedo a los curas.
(*) Catedrático emérito de Ciencia Política en la UNED
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