Llueven sobre nosotros las frases de otro tiempo. Éramos jóvenes y
discutíamos sobre lo que había que hacer cuando cayera Franco. Que no
cayó nunca. Se murió por sí solo sin que nosotros hubiéramos llegado a
resolver los dilemas revolucionarios que nos entretenían a la vuelta de
las manifestaciones y de oír las balas de goma silbar sobre nuestras
cabezas. Después decidimos que la verdadera revolución era gozar de la
vida, exaltar la libertad, probarlo todo, bailarlo todo, y así nos
pasamos una década que, ésa, sí que no volverá. Estos tíos de ahora, por
mucha coleta y mucho pendiente, y he llevado los dos, son unos
aburridos, siempre henchidos de trascendencia histórica.
Para ellos
vuelven aquellas frases de entonces. La del viejo Marx de que «la
historia se repite dos veces. La primera como tragedia, la segunda como
farsa»; y la de que «la Revolución, como Saturno, acaba devorando a su
hijos», que se atribuye a Robespierre camino del cadalso. Del que él
había erigido contra sus enemigos. La anécdota no es seguramente cierta,
pero resulta espléndida. Ambas iluminan, a la perfección, la farsa de
Podemos, la vieja y mil veces reeditada guerra civil en que se ahogan
todos los que quieren cambiar al ser humano contra sí mismo, y sólo
acaban cambiándose a ellos. Aunque aquí sólo acabaremos ahogados de
risa, de farsa.
La farsa lo primero que revela es que, al final,
el poder es el objetivo. Y la revolución de hoy una pamema, un postureo,
que diría el tuitero, que se quedará en freírnos a impuestos y prohibir
el estofado de rabo de toro. Lo que discuten es cómo llegar hasta el
rabo: si lo importante es el fin o consolidar los medios, el partido o
la revolución, fortalecer el instrumento de la lucha contra la burguesía
(a la que, por otra parte, pertenecen todos, aquí no hay obreros) antes
de que la revolución misma nos devore, o lanzarnos a vivir
revolucionariamente a la vez que construimos el partido, la vanguardia
de las masas. Ah, cuánta nostalgia, cuántas tardes de ginebra y
filosofía, de ácratas, marxistas y compañeros de viaje. Tierra y
libertad, de Ken Loach. La revolución anarquista y la implacable
represión comunista, los románticos y los comisarios, los hombres de fe y
los burócratas.
Siempre lo mismo. Stalin y Trotsky. El tirano
que justifica el terror y su poder absoluto para alcanzar las metas
revolucionarias. Y para ello no valen otros métodos que los de siempre:
un poder férreo, que impida desviaciones, que purgue errores, que vigile
la pureza, que castigue al heterodoxo. La revolución vendrá después,
cuando hayamos eliminado a los enemigos, cuando la organización sea
inatacable, fuerte como un gigante que velará y guiará a sus hijos. La
revolución siempre vendrá después. Y alguien tendrá que viajar a Méjico
para que Trotsky deje de hacer daño a la gran patria de los
trabajadores: yo, Stalin, la revolución.
(*) Profesor
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