viernes, 15 de enero de 2016

"El orden del día" / Ramón Cotarelo *

El agenda setting, que dicen los expertos, es una función decisiva de los medios. Estos deciden de qué se habla. Desde hace días del bebé de Bescansa, de las rastas de un diputado, de las lágrimas de Iglesias y lo que se considera postureo de Podemos.

Voces indignadas, improperios, insultos, recriminaciones. Las-cosas-tienen-un-límite. A dónde vamos a llegar. El buen gusto. No me importa su peinado, pero... Es exhibicionismo, espectáculo, quieren llamar la atención, ser diferentes.

Sí, la verdad, es obvio. No hacen falta tertulianos para eso. Quieren hacerse notar. ¿Y qué? Es el signo de los tiempos. ¿No se han enterado? ¿No han entendido la postmodernidad que tanto predican? Lyotard, su principal gurú, se enfrentó a Habermas en donde más le duele: la manía de la comunicación como consenso que remite a acuerdo, uniformidad, cuando lo que tenemos a la vista es discrepancia, multiplicidad y discursos que ni de lejos se tocan. Tenemos el derecho a la diferencia. Hasta los autoritarios de la derecha se han tragado los matrimonios homosexuales y el derecho a ser distinto.

El derecho a ser distinto, sin jaurías de comentaristas soltando insultos y atrocidades.

Entre otras cosas porque ese consenso, ese acuerdo, esa uniformidad por todos aceptada  consiste en llamar normales a cosas no ya distintas sino verdaderamente estrafalarias. A Rajoy se le pone cara de bellota cuando ve pasar unas rastas, pero luego se va a un desfile de los ejércitos y se cuadra con el Rey a su lado en saludo militar ante una cabra. El bebé de Bescansa tiene ya en sus cinco meses más biografía escrita que los cien mil hijos de San Luis. Eso en un país cuyo ministro del Interior condecora tallas policromadas que él y quienes son de su confesión, adoran y a las que otorgan poderes milagrosos. No veo por qué cuesta tanto imaginar que haya un mundo en donde ver a un ser humano supuestamente racional condecorar un palo pueda considerarse un comportamiento de orate.

En fin, estaría bien que el Parlamento se pusiera a trabajar cuanto antes y cuanto antes se constituyera un gobierno si quieren saber por donde sopla el viento en Cataluña. 
 
La transición catalana
 
El cronista de la República catalana, en realidad, actúa también como traductor. Ayer TV3 transmitió una entrevista de Mónica Terribas a Carles Puigdemont de enorme contenido, que debió emitirse también en canales españoles con subtítulos. Al no ser así, como siempre, la información de los ciudadanos del resto del Estado es inexistente. Porque los resúmenes que hace la prensa no sirven para gran cosa.

Palinuro lleva años avisando de que en España, la iniciativa política es del independentismo catalán. Ayer, eso fue patente. Puigdemont expuso largo y tendido su programa de gobierno, que es ir de la autonomía a la independencia o, para ser más exactos, de la autonomía a las puertas de la independencia... en 18 meses. Si, luego, hay independencia o no, lo decidirá el pueblo y con su persona ya se verá lo que pasará. El nuevo presidente ha sustitudo a Mas en su papel de Moisés: del Egipto autonómico a la tierra prometida que él verá, pero no pisará. Para hacer más bíblica la imagen: la formación de gobierno después de las elecciones del 27 de septiembre fue el cruce del Mar Rojo, cuando las aguas de la CUP se dividieron por la mitad (1515-1515) para dejarlo pasar.

Y todo dentro de la legalidad en la medida de lo posible. Un gobierno que ya está trabajando en esta hoja de ruta, con un programa definido, sin miedo y contando con todos los efectivos posibles (Mas incluido) para sacar de lo que hay las estructuras de un Estado nuevo. Puigdemont se ve como un presidente transitorio y su mandato como una transición. No como esa segunda transición que los políticos españoles están siempre invocando (primero fue Aznar y luego Iglesias) sino como una transición de verdad en la que lo que más preocupaba a Puigdemont era transmitir la idea de tranquilidad y seguridad: "de la ley a la ley".

Se trata de parir un Estado nuevo, pero sin que haya sobresaltos, sin dolores del parto, incluso sin parto, que la burguesía es muy asustadiza. Casi mejor sacarse el Estado de la cabeza, como Palas Atenea salió de la de Zeus. Por eso, el gobierno tiene cuadrillas enteras de expertos e intelectuales, trabajando en los cimientos y la estructura de ese Estado que ha de hacerse en silencio pero ha de inspirar tanta confianza que los ciudadanos acepten pagarle sus impuestos... y este fue uno de los momentos más delicados de la entrevista.

¿Qué pasa si España se opone y actúa? De momento, ha empezado mal. Ni el Rey ni Rajoy, ni nadie ha llamado a Puigdemont para felicitarlo. Los españoles, diría el inefable Rajoy, son mucho españoles pero poco educados. Si, además de groseros, se ponen matones y van a la gresca contra Cataluña, concluye Puigdemont, solo causarán daño al pueblo. Y no quiso ser más específico.

Clara está su intención y los políticos nacionalespañoles harán mal en seguir ignorándola porque, cuando se produzcan los resultados previstos, los pillarán en Babia, como siempre. De aquí a 18 meses, el govern hará política social a pleno rendimiento, en el espíritu del plan de choque de la CUP. Sostiene el presidente -que se cuenta en el ala socialdemócrata de CDC- que como un objetivo de justicia social en sí mismo. Pero no se le escapa, supongo, que eso ensanchará mucho la base independentista y que, al someter la Constitución de la República catalana a referéndum, espera que la mayoría favorable pase empliamente del 50 %. Como, además, su gobierno no deja palillo por tocar, echa los tejos al llamado mundo Colau que, sospecho, es una denominación imprecisa porque a Puigdemont le pasa lo que a Palinuro: que no tiene muy claro cuál es el imaginario de Colau.

En todo caso, los independentistas siguen con la iniciativa, frente a un Estado español que carece de ella desde hace años y sigue sin tenerla ni visos de conseguirla. Esa Constitución de la República catalana es una oferta sumamente tentadora para el electorado catalán. Enfrente, el nacionalismo español no tiene nada que ofrecer salvo la continuidad de un statu quo en crisis, en el que nadie cree y que todos quieren reformar, pero sin saber cómo.
 
 
(*) Catedrático emérito de Ciencia Política en la UNED

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