domingo, 22 de noviembre de 2015

Drones contra kamikazes / Pedro J. Ramírez *

El pasado domingo la crónica de uno de nuestros enviados a Paris, Eduardo Suárez, reflejaba la afluencia de ciudadanos con banderas, velas y flores al pie del monumento a la libertad y los derechos humanos de la Place de la République. Era su reacción instintiva frente a la masacre. Querían demostrar su compromiso con esos valores medulares de la civilización europea, tal y como están reflejados en la docena de bajorrelieves que festonean el monumento, celebrando los hitos de la Revolución Francesa.

Son obra del escultor Leopold Morice, ganador del concurso convocado tras el desastre de Sedán y la instauración de la Tercera República, y el más impactante de todos ellos es el que representa el juramento del Jeu de Paume pues no en vano reproduce, simplificada, la composición del electrizante cuadro de David en el que sombreros y brazos se alzan de forma coral para refrendar el compromiso propuesto y adquirido, con la diestra en alto, por el astrónomo Bailly.

La escena corresponde a lo ocurrido el 20 de junio de 1789 cuando a los representantes del Tercer Estado o burguesía se les prohibió el paso, por orden del rey, a la sala del Palacio de Versalles en la que pretendían reunirse con los elegidos por la aristocracia y el clero; y decidieron trasladarse al recinto en el que los cortesanos jugaban a la pelota. Allí juraron no separarse hasta aprobar una Constitución para Francia.

El bajorrelieve de Morice omite por razones de espacio a gran parte de los protagonistas del cuadro -entre otros a Robespierre, Barnave, el abate Sièyes o Marat, a quien David camufla tomando notas entre el público- pero conserva la exaltación dramática del momento y la tensión plástica de la composición. Cambia de sitio a Barère, a quien sienta a la izquierda de Bailly, levantando acta, y concede un mayor protagonismo a Mirabeau, pleno de empaque y prosopopeya.

Obligado a resumir el mensaje, el escultor sitúa en el otro flanco a un diputado de espaldas, como símbolo del conjunto de la Asamblea. Es esta figura la que extiende el brazo de piedra que el domingo pasado servía de perchero a la bandera tricolor allí colgada. En fotografías posteriores es fácil comprobar cómo el espacio que separa a ese juramentado del resto del grupo escultórico ha sido aprovechado como regazo perfecto para albergar ramos de flores y demás ofrendas.

¿Por qué la escena del Jeu de Paume es siempre preferida como símbolo de resistencia a la opresión -ya ocurrió tras el ataque a Charlie Hebdo- frente a otras escenas revolucionarias más decisivas como la Toma de la Bastilla o la victoria de Valmy? Probablemente porque refleja valores tan en desuso y decadencia en nuestra sociedad como el compromiso desinteresado, la abnegación personal y la disposición al sacrificio. Todo demócrata, atraído por la política, desearía ser alguna vez, en sus alardes de fantasía, uno de esos juramentados que extienden sus brazos generosos cual nuevos Horacios en pos de sus espadas.

Aquellos diputados asumían un riesgo cierto en un mundo como el del viejo régimen en el que cualquiera podía ser embastillado por una arbitraria lettre de cachet del soberano. Sólo tres días después tuvo, de hecho, lugar la histórica sesión del 23 de junio en la que Luis XVI marcó a la Asamblea los límites de sus competencias y delegó en el marqués de Dreux-Brézé el desalojo de la sala. "No abandonaremos nuestros puestos más que por la fuerza de las bayonetas", le replicó Mirabeau, a sabiendas de la acumulación de tropas leales al rey en las inmediaciones de Versalles.

Aunque el arrojo de este lance ha sido mil veces reiterado, es mucho menos conocida la reacción de Luis XVI cuando conoció la contumacia de los diputados: "¿Que no se quieren marchar? Joder, pues que se queden". Seguro que tal conformismo les recuerda a alguien. Desde ese momento la suerte estaba echada. El viejo mundo y el nuevo mundo se habían mirado a los ojos y era el viejo el que había parpadeado.

Algo parecido es lo que llevamos camino de que suceda ahora tras el envite feroz que el Estado Islámico ha planteado a la Unión Europea en las calles de París como parte de su enfermiza yihad en pos de ese califato global en el que no quepa otra forma de vida que la sumisión a Alá. El desenlace no va a depender a medio plazo de la inocencia de los asesinados y la vileza de los asesinos sino de la determinación con que cada parte luche por sus convicciones. Por eso creo que nuestra mayor vulnerabilidad es la disposición al desistimiento como expresión suprema de lo que el parisino Gilles Lipovetsky bautizó como "el crepúsculo del deber".

Nadie que haya leído El primer naufragio podrá acusarme de contribuir a la mitificación de la Revolución Francesa. Con la excepción de Barère, denominado el "Anacreonte de la guillotina" por la facilidad con que acompañaba a sus amigos al cadalso, los principales protagonistas del Juramento del Jeu de Paume, empezando por Bailly, efímero alcalde de París, fueron devorados por el monstruo que engendraron. Y creo que nadie sabe que en la misma calle Charonne en la que fueron masacrados los clientes del restaurante La Belle Equipe, justo en la acera de enfrente, unos cuantos números más arriba, estaba la clínica del doctor Belhomme reconvertida en prisión para aristócratas en los peores días del Terror.

Si los miembros del comando que se dirigían hacia el restaurante con sus kalashnikovs en ristre hubieran viajado por el túnel del tiempo, se habrían cruzado con la carreta que condujo a la guillotina al recaudador de impuestos Magon de la Balue, su mujer, hijos, nietos, yernos y primos, de modo que su inmensa fortuna pasara a manos de sus verdugos. Podían haberse saludado al pasar, como buenos colegas degolladores, unidos por el exhibicionismo ritual del horror. Seguro que el sádico Yihad John, felizmente extirpado al parecer de entre los vivos, se hubiera sentido cómodo en su cubil de Raqa con el título de "ejecutor público" que los Sansón se transmitían de padre a hijo.

Pero la Revolución no sólo alumbró el modelo del totalitarismo moderno con su maquinaria policial y sus infames vericuetos morales, sino también la secularización de la sociedad, el sentimiento nacional vinculado a los derechos de ciudadanía y la protección de la dignidad de la persona. Frente a quienes la presentan como un todo, yo me sumo a quienes separan el yin del yang, la buena mies de la cizaña, pues ahí está la génesis del Estado democrático, de la civilización occidental decantada en comunidad política y del propio patriotismo constitucional.

Durante más de dos siglos el pueblo ha estado dispuesto a coger las armas para defender los valores republicanos -incluso bajo monarquías como la inglesa- emanados del ejercicio de la libertad y la lucha por la igualdad. En el fondo, el delirio supremacista de los nazis no era tan diferente del de los yihadistas. Lo que está por ver es si la sociedad de consumo, el Estado de bienestar y el arrullo mediático del pensamiento débil no han desactivado ese instinto de supervivencia que llevó a tantas generaciones a los campos de batalla.

Guerras equivocadas y sin justificación moral como la de Vietnam, guerras que crean peores problemas que los que las engendran como la de Irak, guerras sucias como la de Guantánamo y las prisiones secretas en alta mar pesan hoy sobre la conciencia colectiva, erosionando aun más una opción en sí misma indeseable. Pero en medio del pacifismo que todo lo impregna un presidente socialista con legitimidad democrática como Hollande se ha aferrado al mismo concepto al que se aferró un presidente conservador con legitimidad democrática como Bush: estamos en guerra. Y es que la guerra es una alternativa para quien la practica pero no para quien la padece.

Comprendo las objeciones semánticas de Gómez de Liaño y quienes se niegan a conceder a ETA, al cartel de Medellín o ahora al Estado Islámico el estatus militar de combatiente, pero lo que no tiene vuelta de hoja es que los ciudadanos occidentales por el mero hecho de serlo hemos sido señalados como víctimas de una agresión feroz e indiscriminada. Y que, dada la naturaleza y móviles del agresor, la única alternativa a una claudicación que nos haría retroceder a la servidumbre medieval bajo la férula religiosa, es responder con una fuerza mayor hasta reducirle a la impotencia.

A diferencia de lo que ocurría cuando Al Qaeda movía los hilos del eufemísticamente bautizado como "terrorismo internacional", ahora el enemigo no sólo tiene un nombre inequívoco sino también una base territorial y administrativa desde la que inocula el odio y adiestra a los comandos que envía a cometer masacres en Europa. De ahí que bombardear Raqa sea un poco mejor que no hacer nada pero mucho peor que entrar en ella, ocuparla y detener a los yihadistas que queden vivos. Podrán recomponer sus estructuras en otro sitio pero su capacidad operativa quedará mermada y nuestra seguridad reforzada.

Ojala pudiera hacerse esto dotando de armas y recursos a las guerrillas kurdas o llegando a una solución política que implique la marcha de Assad pero apuntale al Estado sirio. Pero la "complejidad" de la situación no debe llevar a la parálisis por el análisis que tanto admira de repente Pablo Iglesias en Rajoy, sino estimular el arrojo del gobernante consciente. En último caso habrá que aplicar la doctrina del mal menor, recurriendo a la intervención terrestre y a los pactos que sean necesarios con tal de que el Estado Islámico pierda su plataforma de poder. No será sólo manejando drones desde la profiláctica distancia de una sala de juegos de guerra como podremos vencer a los kamikazes enviados o adoctrinados desde Siria para a la vez matarse y matarnos, mezclando sus vísceras con las nuestras. Lo que se ejecuta tan de cerca difícilmente podrá resolverse tan de lejos.

La labor de inteligencia y la infiltración policial son esenciales para parar nuevos golpes pero esa tarea preventiva no es infalible e implica restricciones de la intimidad o la libertad de movimientos. Sólo erradicando el foco infeccioso podremos recuperar espacios de seguridad y volver a mirar sin recelo a esos pobres refugiados que huyen precisamente del mismo mal que se cierne sobre nosotros.

Los términos del combate "entre liberales anémicos y fundamentalistas apasionados" están muy bien expuestos en el libro de Slavoj Zizek Islam y modernidad, resumido el otro día en El Español por Peio H. Riaño: "En Occidente, vivimos inmersos en estúpidos placeres cotidianos, mientras los radicales musulmanes están dispuestos a arriesgarlo todo, entregados a la batalla hasta la autodestrucción”. De momento los líderes del G-20 han posado durante un rato para el cuadro de David, mostrando su solidaridad con Francia, pero todos han alegado ya compromisos indeclinables para marcharse a cenar a casa. Nada les hará separarse, excepto los sondeos de intención de voto.

Lo curioso es que Zizek, filósofo de cabecera de Pablo Iglesias y demás dirigentes alternativos, propone como solución a la "anemia" que nos bloquea la irrupción de una "izquierda renovada" dispuesta a contribuir a salvar los valores democráticos: "Para que ese legado clave sobreviva, el liberalismo necesita la ayuda fraternal de la izquierda radical. Esta es la única manera de derrotar al fundamentalismo, mover el suelo bajo sus pies”.

En España ya hemos descubierto esta semana que para eso no se puede contar con Podemos. Y como el envite se traslada pues al PSOE, en cuanto me eche a la cara a Pedro Sánchez pienso preguntarle qué opina de la famosa cita de Yeats, glosada por Zizek: “Los mejores carecen de toda convicción, mientras los peores están llenos de intensidad apasionada.” A ver qué me contesta.

(*) Periodista y director de 'El Español'

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