Hace años, un aficionado taurino a disgusto con la faena de uno de
los espadas que intervenía en la Feria de Murcia, se descalzó de una
zapatilla y en señal de protesta la quiso arrojar al ruedo desde el
tendido, con tan mala fortuna que vino a caer en la cabeza del delegado
del Gobierno de entonces, llamado Ferrera Kéterer, quien asistía a los toros desde barrera.
El indignado, experto en lidias, aunque nada atento a la vida
política y a sus protagonistas, se lamentó por lo bajo de su falta de
puntería y volvió a poner sus sentidos en el seguimiento de la pésima
faena. Pero pasados unos minutos observó que una pareja de la Policía
Nacional transitaba por el pasillo de su grada y uno de los agentes, que
exhibía su zapatilla en alto, reclamaba la atención del público al
grito de: “¿Alguien ha perdido esto?”. El ciudadano vio compensada su
decepción por la estafa del espectáculo con la buena impresión sobre el
funcionamiento de los servicios públicos: “Hay que ver qué buenos son
estos policías, que no quieren permitir que regrese a casa descalzo”,
pensó, y de inmediato se puso en pie y levantó el brazo: “Es mía, señor
policía”. Allí mismo le pusieron las esposas antes de llevárselo a
comisaría. “Ha atentado usted contra una autoridad del Estado”, le
informaron, y entró al calabozo sin recuperar su zapatilla, que fue
herméticamente embolsada como prueba del delito.
El involuntario terrorista pasó la noche explicando a sus compañeros
de celda que él, modesto labrador de Patiño, no conocía a ninguna
autoridad política ni sabía de nadie más que mandara en España que no
fuera el Rey, al que enviaba sus respetos de aficionado taurino a
aficionado taurino. Durante el juicio quedó demostrado que el
organigrama de la Administración le era ajeno por completo y que el
único rostro que relacionaba con la autoridad era el de Juan Carlos I.
Por tanto, no pudo probarse voluntariedad en el zapatillazo a Ferrera
Kéterer, que se produjo por error en la apreciación de la distancia y
capricho del destino.
Quedó absuelto por el buen oficio de su abogada, María Dolores Alarcón,
que no por la sofisticación de su argumento de defensa, pues respondía a
todas las preguntas de la misma manera: “Yo tiré la zapatilla, pero no
he muerto a nadie”.
Se me ha reaparecido esta lejana anécdota a propósito del caso de
Torre Pacheco, donde he vuelto a escuchar la misma frase: “Yo firmé el
nombramiento, pero no he muerto a nadie”.
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