miércoles, 21 de octubre de 2015

El caso de la zapatilla voladora / Ángel Montiel

Hace años, un aficionado taurino a disgusto con la faena de uno de los espadas que intervenía en la Feria de Murcia, se descalzó de una zapatilla y en señal de protesta la quiso arrojar al ruedo desde el tendido, con tan mala fortuna que vino a caer en la cabeza del delegado del Gobierno de entonces, llamado Ferrera Kéterer, quien asistía a los toros desde barrera.

El indignado, experto en lidias, aunque nada atento a la vida política y a sus protagonistas, se lamentó por lo bajo de su falta de puntería y volvió a poner sus sentidos en el seguimiento de la pésima faena. Pero pasados unos minutos observó que una pareja de la Policía Nacional transitaba por el pasillo de su grada y uno de los agentes, que exhibía su zapatilla en alto, reclamaba la atención del público al grito de: “¿Alguien ha perdido esto?”. El ciudadano vio compensada su decepción por la estafa del espectáculo con la buena impresión sobre el funcionamiento de los servicios públicos: “Hay que ver qué buenos son estos policías, que no quieren permitir que regrese a casa descalzo”, pensó, y de inmediato se puso en pie y levantó el brazo: “Es mía, señor policía”. Allí mismo le pusieron las esposas antes de llevárselo a comisaría. “Ha atentado usted contra una autoridad del Estado”, le informaron, y entró al calabozo sin recuperar su zapatilla, que fue herméticamente embolsada como prueba del delito.

El involuntario terrorista pasó la noche explicando a sus compañeros de celda que él, modesto labrador de Patiño, no conocía a ninguna autoridad política ni sabía de nadie más que mandara en España que no fuera el Rey, al que enviaba sus respetos de aficionado taurino a aficionado taurino. Durante el juicio quedó demostrado que el organigrama de la Administración le era ajeno por completo y que el único rostro que relacionaba con la autoridad era el de Juan Carlos I. Por tanto, no pudo probarse voluntariedad en el zapatillazo a Ferrera Kéterer, que se produjo por error en la apreciación de la distancia y capricho del destino.

Quedó absuelto por el buen oficio de su abogada, María Dolores Alarcón, que no por la sofisticación de su argumento de defensa, pues respondía a todas las preguntas de la misma manera: “Yo tiré la zapatilla, pero no he muerto a nadie”.

Se me ha reaparecido esta lejana anécdota a propósito del caso de Torre Pacheco, donde he vuelto a escuchar la misma frase: “Yo firmé el nombramiento, pero no he muerto a nadie”.

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