Esbozo este artículo sentado en una
terraza en las Ramblas. Y mientras veo pasar ante mí un río humano de
gente de toda procedencia y condición, y oigo hablar a mi alrededor
lenguas de aquí, de allá, de los confines de la tierra, caigo en la
cuenta de que me encuentro en un territorio, una región, una
nacionalidad, un país, una nación, ¡qué sé yo! en que casi la mitad de
la población quiere proclamar de aquí a unos meses una declaración
unilateral de independencia.
Sin embargo, todo a mi alrededor
rezuma tranquilidad. No percibo ninguna tensión especial, ningún atisbo
de ambiente prerrevolucionario. Ninguna efervescencia política que vaya
más allá de la normal. Sólo las esteladas que cuelgan de algunos
balcones, junto a algunas pancartas pidiendo independencia me recuerdan
lo que está en juego. Por cierto, que si las contamos, vemos que es éste
otro ´referéndum´ que los nacionalistas no han terminado de ganar.
Los
catalanes siempre me han parecido gente discreta, educada y tranquila.
No hay nadie a quien se le pregunte algo por la calle que no conteste en
castellano o se explaye dando explicaciones. Aunque tenga que recurrir
al tópico, no me duele decir que en muchas cosas siempre han sido más
´europeos´ que el resto. No hay más que ver sus pueblos, sus calles, su
industria? Además, no asustan, porque son más persuasivos que
impulsivos. Por eso Rajoy cree, pero se equivoca, que puede mantenerse
indefinidamente en el inmovilismo. Que puede enrocarse en sus posiciones
y dar de vez en cuando alguna coz sin coste alguno (la reforma del
Tribunal Constitucional ha sido la última). Frente al ´español que
embiste´, el catalán español busca persuadir, y si es nacionalista,
convencer de sus quimeras, de su historia reescrita, inventada,
idealizada, imaginaria. Pero lo hace intentando convencer. Y se toma su
tiempo.
Por utilizar un símil castizo „y quién sabe si ya fuera
de tiempo„, el español es el toro y el catalán nacionalista el torero
que lo esquiva, que lo lleva para aquí, para allá, y por arte del
birlibirloque lo hace entrar por el pitón derecho (Aznar) o lo cita al
natural (Felipe González y Zapatero). Y que espera su tarde de gloria en
que dará la estocada de la independencia.
También me parecen los
catalanes gente reflexiva, por lo que no termino de entender cómo han
podido, tantos y en tan poco tiempo, dejarse embaucar por los cantos de
sirena de Mas o Junqueras. Puede que la deriva independentista no sea
tal, y en el fondo, para el votante, sólo sea un tacticismo con el que
conseguir más autogobierno (que a fin de cuentas es más independencia).
Si antes lo hicieron ´colaborando´ con los Gobiernos de Madrid, toca
ahora, cerrada esa puerta, explorar otras vías. ¿Realmente alguien se
cree, empezando por ellos, que se den actualmente las condiciones
´objetivas´ para una secesión?
Lo cierto es que tras el fatídico
62 (que ha venido a complicar más las cosas) aquí no se percibe ningún
ambiente de proclamación de nada. Se respira más bien un aliento espeso a
resaca, tras una borrachera electoral con vino peleón. ¿Dónde están los
ganadores del ´referéndum´? Y si ni Mas ni Junqueras tienen visos de
ser presidentes del germen del nuevo estado catalán, el primero vetado
por los anticapitalistas de la CUP, y el segundo por los capitalistas de
Convergencia, ¿quién lo será entonces? ¿El que iba de florero como
número uno en la lista de Junts pel Si? ¿Romeva? ¡Vaya galimatías! El
marrón, mira por dónde, lo tiene la CUP, cuyo electorado se debate estos
días entre el amor a la madre independencia y la fideldad al padre
anticapitalismo.
Pero no nos engañemos. Es verdad que esta
victoria amarga y pírrica del independentismo no es, de momento, el
principio de nada, pero sí la continuación de algo. De un largo camino
que abocará irremediablemente en la ruptura, en la independencia, a no
ser que el resto de España deje de ´embestir´ y empiece a utilizar las
armas del que quiere mantener en su seno: las de la persuasión y la
seducción.
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