domingo, 13 de septiembre de 2015

Haciendo el ridículo / Ramón Cotarelo *

La gente en España no ha podido hacerse una idea de la Diada del viernes porque ninguna TV ni radio la cubrió. En la época del reinado incuestionable de los medios de comunicación, de las tecnologías de la información, de internet etc., etc., un acontecimiento como la Meridiana de Barcelona con uno o dos millones de personas pidiendo la independencia una vez más no mereció análisis alguno ni reportajes en los audivisuales españoles. Los extranjeros los dieron todos. E igual sucede con los periódicos: los españoles abrían a regañadientes con la Diada en un tono hostil y subrayando hipotéticas intenciones aviesas de los organizadores, comportamientos inaceptables u objetivos sombríos, es decir, no informaban sino que interpretaban y editorializaban. De editoriales, inútil hablar, por segundo día consecutivo, El País traía uno venenoso, tan sectario y catalanófobo que podría haber aparecido en cualquiera de los otros pasquines que se imprimen en la capital del reino, una diatriba llamada Diada electoral. Si los españoles quieren informarse sobre lo que sucede en Cataluña tienen que recurrir a medios estranjeros porque aquí se manipula la información, se censura, se suprime.

No he leído un solo artículo ni escuchado una sola declaración de la legión de publicistas, comunicadores, maestros pensadores, plumillas, tertulianos, intelectuales orgánicos y expertos mediáticos españoles criticando esta situación parangonable a la de los medios y la prensa en cualquier dictadura. Deben de dar por buena la bazofia con que habitualmente regalan a sus lectores y oyentes por orden del jefe demostrando con ayuda de la razón, de la ciencia demoscópica y de la fe católica que en Cataluña no hay independentistas, que los que hay son minorías venidas del exterior. Por supuesto si, por un azar del destino, Cataluña se independizara se llenaría de asesinos yihadistas, terroristas, vagos y borrachos; se arruinaría en un pispas; no tendría para pagar a los funcionarios ni las pensiones; quedaría fuera de la UE, de la ONU y del sistema métrico décimal; y acabaría volviendo a implorar de rodillas el reingreso en la gran nación española. Eso es, más o menos, la cantinela que escucha diariamente el público español, igual que los ciudadanos de las antiguos países comunistas no sabían lo que pasaba en Occidente salvo que los padres se comían a los niños crudos, según contaban los camaradas publicistas, únicos que tenían acceso a una información que los gobiernos negaban a la gente.

Al mismo tiempo, los políticos españoles, sobre todo los más incompetentes e ignaros, es decir, los del gobierno, acaban de comprender ahora que la reivindicación catalana de independencia, lejos de ser una algarabía como sostenía el inenarrable zote que funge como presidente del gobierno, es una reclamación muy articulada, que tiene un enorme apoyo social transversal en Cataluña, a estas alturas mayoritario, y que goza de considerable simpatía en el exterior. Han tardado cinco años en enterarse. Rápidos no son los zagales.

Pero, cuando se enteran... cuando se enteran, reaccionan con el habitual apasionamiento hispánico. El ministro de Exteriores, el africanista García Margallo, sostiene que la DUI y la correspondiente suspensión de la autonomía catalana serían "una bomba atómica". No sé de dónde lo saca, cuenta habida de que la única bomba atómica que los españoles han tenido cerca cayó en Palomares, Almería, en 1966 y otro ministro español, Fraga, aprovechó para hacer el ridículo en meyba. Pero, si este señor quiere actualizar sus conocimientos sobre ingenios nucleares, que llame a Picardo, el primer ministro de Gibraltar, en cuyas aguas está fondeado el submarino atómico británico "Torbay", en prueba de que España está a punto de recuperar la soberanía sobre el Peñón.
 
Los españoles no reciben información sobre Cataluña pero la vicepresidenta del gobierno, Sáenz de Santamaría dice ahora que la independencia no depende de las mayorías en elecciones. O sea que, aunque el 100 % de los catalanes la quisiera no sería posible porque la ley lo impide y la ley está por encima de todo. Esta bobada solo quiere decir una cosa: la hacendosa ratita sabe que las intenciones de voto de los catalanes a favor de la independencia son muy superiores a la mayoría absoluta. Con razón se negaron siempre los españoles a autorizar un referéndum en Cataluña: temían perderlo.
 
Al ridículo del gobierno se apunta asimismo el gobierno en la sombra de Ciudadanos, una derecha menos cerril que la que está al mando, pero no más sincera. Dice la candidata de C's, Inés Arrimadas, que la obediencia a la ley es la condición inexcusable de la democracia y que, en consecuencia, la desobediencia civil que propugna, entre otros, la Assemblea Nacional Catalana, va en contra de la democracia. Seguramente nadie ha explicado a Arrimadas que los ejemplos de Gandhi o Martin Luther King (por no mencionar si no dos), que seguramente ella aprecia, son casos en los que se evidencia cómo, en muchas ocasiones, la desobediencia civil es la forma más alta de obediencia a la Ley.
 
El poder del pueblo 
 
Un artículo de servidor en el diario "El Món". Está en catalán y se accede a él pinchando aquí. Para quienes prefieran leerlo en español, incluyo la traducción, que no es traducción porque, en realidad es el original del que está traducido el catalán:

El poder de la gente.

La edición original del libro político quizá más célebre e importante de Europa, el Leviatán, publicado en 1651, traía en portada la imagen del Estado, el dios mortal, compuesta por la agregación de cientos, de miles de personas, del pueblo. Esa es la fuerza del Estado, el origen de su legitimidad, el apoyo de la gente, del pueblo.

La gente catalana mostró al mundo su fuerza, su determinación y su voluntad. Más de dos millones de personas llenaron la Meridiana y lo hicieron de forma, alegre, festiva, sin violencia, sin armas ni coacción porque el poder del pueblo es pacífico, pero irresistible. Porque es el poder de la razón.

Frente a él todas las argucias legales de los leguleyos y rábulas al servicio de la tiranía no tienen resultado alguno porque la reivindicación catalana de soberanía es justa y legal. El pueblo nunca puede ser ilegal y, llegado el caso de que lo fuese, habría que cambiar la ley ya que esta se hizo para la gente y no la gente para ley. Los marcos jurídicos son siempre reflejo de las correlaciones de fuerzas sociales; si estas cambian, cambiarán aquellos también, quiérase o no.
 
El pueblo catalán en la calle, reivindicó no ya solo su derecho a decidir, sino su decisión por la independencia, pues, aunque las fuerzas reaccionarias crean que sus negativas, cierres y rechazos paralizan los procesos sociales, eso no es así. De este modo, el mismo pueblo que hace dos o tres años reivindicaba su derecho a decidir, en la espera, ha decidido ya y lo ha hecho por la independencia, el grito que, como el ruido de la mar llenaba la Meridiana. Si el gobierno de España tuviera un ápice de dignidad, después de la Diada, debería haber presentado su dimisión al Rey. Claro que, cuenta habida de que los catalanes quieren la independencia para constituirse en República, el Rey tendría que haber presentado a su vez su abdicación al presidente dimisionario.

Esta situación desplaza el debate desde las minucias legales y reglamentarias al terreno más hondo y trascendental de la legitimidad. La revolución catalana plantea algo nuevo que no es posible contrarrestar con argumentos ordinarios, engaños o amenazas, puesto que se trata de un acto del poder constituyente, que es un poder originario, no concedido ni otorgado por nadie, inherente a la soberanía popular y que no tiene por qué ajustarse a ninguna legalidad preexistente ya que él mismo crea la suya propia.

En el caso catalán, la reivindicación independentista, mantenida con tesón año tras año en cada Diada, cada vez más masiva, más representativa de la sociedad, no se puede frenar con las estructuras caducas de un Estado ilegítimo que se fundó en la decisión arbitraria de un dictador genocida al nombrar heredero suyo a un Borbón.

No la puede frenar un gobierno corrupto, compuesto por aristócratas, reaccionarios,, franquistas y nacionalcatólicos representantes de la vieja oligarquía española centralista que lleva más de trescientos años desgobernando un conjunto de pueblos y naciones, a los que ha explotado y negado sus derechos desde siempre.

Tampoco una pseudo-oposición servil que hace causa común con los caciques franquistas apenas considera en peligro algunas de las estructuras básicas de esta dominación: el trono, el altar o el centralismo territorial.

Frente a un pueblo en marcha, que tiene plena conciencia de ser una nación en y para sí, y quiere ejercer su derecho a constituirse en Estado, como lo ha hecho la inmensa mayoría de los que lo son hoy en el mundo no sirven para nada tampoco los aparatos ideológicos tradicionales del Estado opresor. No sirven los medios de comunicación, empleados como máquinas de agit-prop y poblados por comunicadores a sueldo de la oligarquía, que los paga con dineros públicos, por supuesto, o con los que sustrae ilegalmente por su cuenta. Tampoco la Iglesia católica oficial , también mantenida con recursos de todos, creyentes y no creyentes, con sus leyendas, dogmas y justificaciones, ni con sus anatemas.

Solo podría servir hipotéticamente la fuerza bruta, el empleo de la policía o las fuerzas armadas, unas fuerzas armadas que llevan más de 300 años sin ganar una sola guerra que no sea civil y contra la propia población y que proceden de una tradición africanista de intervención militar que es una de las causas del hundimiento y la ruina de España. Pero este recurso parece hoy descartado, no porque las convicciones democráticas de supremacía del poder civil hayan calado en el generalato, sino porque la Unión Europea y los demás Estados del continente no lo permitirían, como se demuestra por la carta que treinta europarlamentarios han enviado al presidente español, previniéndole del exabrupto de su ministro de Defensa que insinuó la posibilidad de una intervención militar en Cataluña.

Esta impotencia del viejo poder español es lo que tiene a todos sus servidores a punto de un ataque de nervios y de agredirse unos a los otros. El intento de traer a Cataluña una especie de nuevo lerrouxismo anticatalanista bajo la forma ultracrítica de Podemos, fracasó en el primer mitin en que su líder pretendió dividir las familias. Igualmente la debilidad del ministro de Asuntos Exteriores de admitir una reforma de la Constitución para conseguir “un mejor encaje de Cataluña en España”, algo en lo que ya no cree nadie, tropezó con la reprimenda y correspondiente bronca del ministro del Interior, asegurando que la Constitución no se toca y que para eso están ellos a defenderla aunque, como se recordará, son los miembros del único partido que en parte votó en contra del texto constitucional cuando este se aprobó.
 
El poder de la gente decidida a recuperar su dignidad y su autogobierno es imparable.
 
 
(*) Catedrático emérito de Ciencia Política en la UNED
 

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