En noviembre de 2011 ganaba las
elecciones la derecha española del PP por mayoría absoluta. Una derecha
"sin complejos" que vino a imponer su programa máximo en todos los
órdenes, desde la economía a la moral. A convertir en normas jurídicas
de obligado cumplimiento para todos como leyes sus convicciones más
retrógradas y sectarias en lo referente a los derechos de las minorías,
los de las mujeres, las libertades públicas, los derechos de los
trabajadores y el conjunto del Estado del bienestar.
Fueron
cuatro años de involución, de retorno al franquismo sin más, con el que
se certificaba el fracaso del espíritu de la transición. Esta
presuponía un acuerdo para normalizar la democracia española que
implicaba que ninguna de las dos partes volvería a las andadas. La
izquierda abandonaría la orientación revolucionaria y la derecha
renunciaría al espíritu de victoria y sumisión de la población civil con
que había vivido durante la dictadura.
La
legislatura al mando de Mariano Rajoy, el de los sobresueldos, ha
dejado claro que la derecha vuelve por la querencia original, "sin
complejos". La Iglesia sigue siendo un Estado dentro del Estado, no
sometida a leyes y el gobierno vuelve a estar en manos de los curas o de
sus monaguillos, a ser una hierocracia, especialmente concentrada en
adoctrinar mediante la educación. El gobierno pretendió -pero no lo
consiguió- arrebatar a las mujeres sus derechos reproductivos para
volver a ponerlas bajo la tutela del patriarcado. Sí consiguió en
cambio, por la presión de la patronal, despojar a los trabajadores
prácticamente de todos sus derechos laborales, dejándolos inermes ante
la voracidad de los empresarios, que dictan condiciones rayanas en la
esclavitud. Para evitar las protestas, se ha revestido de una
legislación de "seguridad ciudadana" de carácter autoritario y
probablemente anticonstitucional. Al propio tiempo, realizaba una
política de recentralización territorial muy coherente con la
catalanofobia de que ya hacía gala en la oposición, cuando recogía
firmas en contra del Estatuto de 2006 que impugnó ante el Tribunal
Constitucional.
Esta
especie de traslación en el tiempo al de la dictadura vino acompañada
con el reparto propio de aquel régimen inenarrable: nobles, empresarios,
numerarios del Opus, algunos miembros de los cuerpos de élite del
Estado y funcionarios del partido-movimiento, tipos que hacen su carrera
en Nomenklatura del partido: calientas sillones como diputado o
senador, luego te hacen delegad@ del gobierno en una comunidad, que es
como gobernador civil y, con tesón, llegas a presidente de Comunidad
Autónoma, especie de jefe regional del Movimiento (hoy llamados
"barones"). O sea, pura oligarquía del franquismo. Ni siquiera falta la
corrupción generalizada. Los gobernantes, salvo excepciones, roban todos
y toda la administración está regida por criterios corruptos y
alimentada por auténticos delincuentes que han creado tramas al efecto.
La transición ha muerto y la España eterna ha vuelto.
Esta
oligarquía corrupta e incompetente, esta "élite extractiva", estos
"captores" masivos de las rentas públicas, estos caciques y vividores,
están siempre recitando discursos patrióticos, en los que no cree ya
nadie, ni ellos mismos. Falta de crédito, la oligarquía española se vale
de la doctrina del "patriotismo constitucional". Si no es posible
enardecer a los patriotas con los recuerdos guerreros, se invoca la
Constitución, justamente en el momento en que sectores enteros de la
población quieren abolirla y el resto, cuando menos, reformarla.
Tampoco
la izquierda ha conseguido poner en pie un nacionalismo o patriotismo
español distinto del fracasado y falso de la derecha, que sigue
considerando que España es su cortijo. Su discurso sobre la nación es
comparable al otro y sus símbolos y referencias básicamente los mismos.
El otro día, Pedro Sánchez hacía olvidar hasta el recuerdo de la bandera
tricolor y salía al escenario envuelto en una bicolor tan grande como
sus ambiciones. La segunda restauración quiere ser un régimen turnista
en el que los dos partidos son dinásticos y comparten un terreno
substancial de acuerdo en el cual se cuenta la idea de que España es una
nación, que alberga regiones y "nacionalidades" pero no "naciones" y
que a su vez, tengan derecho a dotarse de un Estado.
En
España no hay perspectiva real de cambio. Las expectativas generadas
hace escasos meses por Podemos se han marchitado a ojos vista. El único
vaticinio es la perpetuación de este sistema estructuralmente
autoritario, incompetente, condenado al fracaso con unas formas
liberales y hasta democráticas que siempre ceden ante las presiones
represivas de la derecha.
Nada
de extraño, por tanto, que quienes ven posibilidades reales de
desengancharse de esta especie de maldición por la vía de la
independencia, los soberanistas catalanes, lo hagan. Los nacionalistas
españoles no han conseguido articular un ideal nacional compartido por
los españoles, sino que han impuesto el de un bando que los demás han
tenido que tragar. Pero así no se consigue articular un referente, un
símbolo por el que merezca la pena luchar, quizá morir. Los catalanes sí
lo han conseguido: una causa nacional. Y en el logro de esa causa
nacional parece ser ya demasiado tarde para ofrecer soluciones
intermedias. Es independencia sí o no. Las elecciones del 27 de
septiembre son plebiscitarias, digan lo que digan en La Moncloa, en
donde normalmente no dicen nada que merezca la pena escuchar.
No
parece fácil, quizá ni posible, frenar el movimiento independentista.
En todo caso, los nacionalistas españoles no podrán conseguirlo por
varias razones: en primer lugar actuaron mal, injustamente y con
autoritarismo en los prolegómenos del conflicto. En segundo lugar,
carecen de contraofertas aceptables para la otra parte. Por otro lado la
cuestión se ha internacionalizado mucho y el soberanismo catalán goza
de muy buena prensa en el exterior, tanto por sí mismo como por
contraste con la imagen tenebrosa y de despotismo que sigue habiendo de
España. Por último, su enfoque de la cuestión tiene una dimensión casi
metafísica que los empuja a no ver las dimensiones reales del problema.
Si Cataluña se va, lo que resta ¿es España o es otra cosa?
(*) Catedrático emérito de Ciencia Política en la UNED
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