Pueden existir pocas dudas de que la causa del descalabro que en los
últimos ocho años ha sufrido la economía y, por tanto, la sociedad
española, se encuentra en el comportamiento irresponsable de los
administradores de las entidades financieras durante la etapa anterior.
No obstante, hay una versión bastante extendida e interesada en hacer
ver que la culpabilidad solo atañe a las cajas de ahorros. Versión falsa
y parcial porque una cosa es que haya sido principalmente en las cajas
de ahorros donde se han producido las quiebras e intervenciones
estatales y otra muy distinta que no haya sido todo el sector financiero
el que ha actuado de forma imprudente e incompetente.
Los defensores de esta versión aprovechan para arremeter contra lo
público y ensalzar lo privado, pero olvidan que, dada la normativa que
regía en las cajas de ahorros, estas entidades tenían muy poco de
públicas. El tema de las cajas de ahorros merece un artículo completo
que prometo abordar en otra ocasión, pero hoy quiero dedicar mis
comentarios a señalar cómo han sido todas las entidades financieras las
que se han visto implicadas en la crisis y que todas ellas también las
que con sus múltiples errores han puesto a la economía española contra
la cuerdas. Y, además, con especial atención a un tema que está pasando
-no de forma inocente- desapercibido, pero que puede tener graves
consecuencias para el futuro: los créditos fiscales diferidos y su aval
por parte del Estado.
Todos los bancos han sufrido numerosas e ingentes pérdidas, resultado
de las equivocaciones cometidas por sus gestores, financiando proyectos
demenciales y ruinosos, en la creencia ingenua de que el valor de las
casas y los terrenos se iba a incrementar indefinidamente. Personas tan
listas y tan bien pagadas cometieron errores de bulto, lo que parece un
escenario ciertamente recurrente en nuestro país, en el que nos vemos
condenados a enfrentarnos periódicamente a una crisis bancaria. Los
recursos los habían obtenido de los banqueros extranjeros, personas
también tanto más listas y bien pagadas, que, confiados en la ausencia
del riesgo de cambio, al estar todos integrados en la Unión Monetaria,
se olvidaron del riesgo de insolvencia.
Bien es verdad que los riesgos y
los errores se asumen con alegría, si se piensa que, como siempre, los
que pagan son los contribuyentes.
Al estallar la crisis de las hipotecas subprime y cerrarse
el grifo de la financiación exterior, los bancos nacionales se
precipitaron en una crisis de liquidez que, como toda crisis de
liquidez, se convierte en crisis de insolvencia cuando los activos no se
pueden realizar y se deslizan por una pendiente progresiva de pérdida
de valor.
A pesar de los discursos bobalicones tanto del Gobierno de
Zapatero como del gobernador del Banco de España acerca de que nuestros
bancos eran los más sanos de Europa, lo cierto es que sus balances se
fueron llenando de activos tóxicos, con la secuela del estrangulamiento
del crédito, precipitando a la economía al estancamiento y más tarde a
la recesión. La recaudación tributaria cayó en picado y el déficit
público se incrementó sustancialmente. He aquí el primer perjuicio que
las entidades financieras (todas) causaron a la sociedad española:
impedir el crecimiento y cortocircuitar la actividad económica. El daño
fue tanto mayor cuanto que los banqueros, las autoridades monetarias y
el Gobierno se empeñaron en no reconocer la situación.
Tuvieron que pasar varios años para que poco a poco se fuesen
contabilizando las pérdidas y dotando provisiones o para que se
traspasase parte de los activos tóxicos al banco malo (Sareb)
después de que este fuese creado, con una participación estatal del 45% y
el aval del Estado al 95% de la deuda sénior. De manera que en el caso
de que se produzcan pérdidas -que las habrá y abundantes-, el sector
público tendrá que asumirlas en su mayoría.
Todo esto es bastante conocido, aunque no está de más recordarlo. Lo
que permanece más bien oculto a la mayoría de los ciudadanos es que el
Estado ha avalado los créditos fiscales diferidos de las entidades
financieras, es decir, ha asegurado las futuras insolvencias que puedan
presentarse en la banca española para los restos. Esos bancos tan sanos
que se permiten fijar retribuciones fabulosas y fondos de pensiones
astronómicos a sus directivos precisan del aval del Estado para cumplir
el coeficiente de solvencia fijado por Basilea III.
Se da el nombre de activos fiscales diferidos (DTA) a las
expectativas que las entidades tienen de poder deducir de sus futuros
impuestos determinadas cantidades provenientes bien de determinados
gastos futuros pero ciertos, como son las pensiones complementarias de
sus empleados (ya que a los bancos se les ha eximido de tener que
externalizarlas como fondos de pensiones); bien de posibles pérdidas
que, aunque provisionadas, aún no se han realizado o bien de pérdidas
ciertas que no han podido deducirse en el año correspondiente por
carecer de beneficios con los que compensarlas, y que según la normativa
española podrán hacerlo si presentan resultados positivos en los
dieciocho años siguientes.
Las entidades financieras anotan en sus balances los DTA como un
activo, que computa por lo tanto como capital. En estos momentos, cerca
del 40% de los fondos propios a efectos de solvencia de las entidades
financieras estarían compuestos por término medio por esta partida (más
de 60.000 millones de euros). ¿Es esto lógico? ¿Podemos basar la
solvencia de un banco en las cantidades que piensan deducirse de futuros
impuestos en el caso de que obtengan beneficios? Lo increíble es que
este haya sido el criterio internacional vigente hasta la nueva
normativa de Basilea III, que con lógica excluye estas partidas de las
que se contabilizan en el coeficiente de solvencia. Este cambio dejaba a
la banca española en una situación sumamente delicada, con la
obligación de buscar capital adicional, lo que sería imposible en la
mayoría de los casos en estos momentos.
Una vez más, ha sido papá Estado el que con dinero público
ha venido a paliar la situación, avalando los DTA (de los tres grupos
señalados anteriormente, por el momento ha avalado solo los dos
primeros). A pesar de que Guindos estimó la cuantía en 30.000 millones
de euros, lo cierto es que de los propios balances de la banca se extrae
por ahora una cifra superior a los 40.000 millones, de los que
alrededor de 5.400 pertenecen al Santander, más de 5.000 a La Caixa,
4.800 al Sabadell, 4.400 al BBVA, etc.
La consecuencia más inmediata del aval es que el Estado se ha
convertido, si no en teoría sí en la práctica, en el mayor accionista de
toda la banca española. No en teoría porque no participa de los
hipotéticos beneficios ni del control sobre la entidad; sí en la
práctica porque, junto con el resto de accionistas, responde de
cualquier insolvencia o pérdida frente a los acreedores. El Gobierno
garantiza con dinero público cualquier crisis bancaria (que son
frecuente en España) que pueda acontecer en el futuro, al menos durante
dieciocho años, aunque todo indica que el periodo tendrá que ser incluso
más largo, librando a los acreedores de cualquier responsabilidad.
Situación que resulta al menos curiosa cuando el planteamiento europeo
desde la crisis de Chipre era precisamente el contrario, no hacer recaer
en el futuro el coste sobre los contribuyentes y sí sobre los
acreedores. Curiosa porque las únicas objeciones que ha puesto la
Comisión a esta medida provienen del posible daño a las reglas de la
competencia, motivo por el que gobierno no se ha incluido en el lote los
DTA del tercer grupo.
El aval se ha concedido sin contrapartida. Hasta el FMI había
recomendado que a cambio de ese balón de oxígeno se impusiesen
obligaciones a los bancos, tales como reforzar por sus propios medios el
capital, reducir el dividendo o conceder un montante mayor de crédito a
las empresas y familias. O limitar el sueldo de los directivos,
diríamos nosotros, o incluso intervenir activamente en la gestión y el
control, porque lo más preocupante es que tal patente de corso puede
empujar a los banqueros a una asunción mayor de riesgo, o a una
administración imprudente o desleal en la creencia cierta de que la
entidad no va a ser liquidada.
(*) Economista del Estado
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