Se da por bueno que España es un
país con una corrupción generalizada, pero esto es una mentira
impolítica, sucia e interesada: un país donde la corrucpión se
generaliza es un país donde la Policía extorsiona a diario, donde los
profesores venden los aprobados a cambio de dinero y de sexo, y donde,
en general, no hay tramitación administrativa que se inicie sin mediar
un soborno.
Una de las lecciones más luminosas que
nos deja la historia del siglo XX es que las sociedades democráticas
liberales superan las crisis económicas, ni más ni menos que porque los
ciudadanos son muy obstinados a la hora de comer dos veces al día,
incluso tres, y se resisten con uñas y dientes a que los Gobiernos los
hundan en la miseria a base de impuestos e ideícas. Cuanto más
socialistas sean las políticas, más se tarda en salir de la crisis,
porque el socialismo es una mentira humanitaria que se sostiene a base,
precisamente, de impuestos e ideícas; pero, al final, también el
socialismo se supera.
Peor apaño tienen las crisis políticas;
éstas arriban siempre al rebufo de las económicas y se manifiestan en
forma de populismo y de adanismo, que es la actitud de quien sale a la
escena política revestido de su propia desnudez y pureza, como si
acabara de surgir del barro de Yahvé para estrenar el mundo y darle
nombre a los animales. Aunque más grave resulta el populismo, pues se
incuba siempre al calor febril de un rencor colectivo que sólo encuentra
alivio en desmantelar las sociedades libres, prósperas y democráticas.
«En cada quien habita un acreedor elocuente que aguarda la hora para
denunciar la deuda que el Gran Todo ha contraído con él», así de crudo
lo expresa Eduardo Gil Bera en su Historia de las malas ideas (Destino),
y el populismo es precisamente la configuración política de ese
resentimiento tan humano, tan demasiado humano.
Es cierto que el Estado
debe ser el (único) encargado de administrar, regular y certificar el
cumplimiento de la venganza de cualquier agraviado individual o
colectivo, y por eso, si nos roban, nos violentan, nos ofenden? acudimos
a la Policía y a los juzgados con la esperanza de que sean ellos
quienes se encarguen de hacer valer nuestro derecho natural a que nos
compensen por el daño recibido. Pero también es cierto que una sociedad
será tanto más libre, cuanto más se respeten las garantías de los
sospechosos de haber cometido el agravio, sin dejar por ello de
satisfacer el derecho del agraviado a que le desquiten de lo suyo.
Por
eso, cuando el Estado administra la venganza de los ciudadanos debe
cuidar mucho de no dar rienda suelta a los sentimientos desatados de la
mayoría, porque la ciudadanía es como un repollo ecológico, que se nutre
de la mierda con que engordan los gusanos que ocultan en su corazón.
Digo ´ciudadanía´, por diluír el veneno, ya que la masa se convierte en
chusma linchadora con suma facilidad, y ésta es una de esas verdades que
de tan ciertas, nadie quiere que se la recuerden, y menos que se la
glosen.
Son tristes los tiempos cuando los partidos políticos
pierden el sentido de la eticidad y abandonan los principios
fundamentales de un Estado de Derecho con la excusa albigense de
combatir la corrupción. Tiempos tristes y oscuros, cuando no podemos
distinguir lo verdadero de lo falso. Se da por bueno, por ejemplo, que
España es un país con una corrupción generalizada, pero esto es una
mentira impolítica, sucia e interesada: un país donde la corrucpión se
generaliza es un país donde la Policía extorsiona a diario, donde los
profesores venden los aprobados a cambio de dinero y de sexo, y donde,
en general, no hay tramitación administrativa que se inicie sin mediar
un soborno. Y España está muy lejos de ser y hasta de convertirse en uno
de estos países de mala muerte y peor vida.
Se dice, también, que
hay que ser ´absolutamente intransigente´ a la hora de combatir la
corrupción política, y vemos a los populistas y a los adanes presumir de
haber sido los responsables de haber apartado a algunos ciudadanos de
la vida pública, por el mero hecho de haberse visto imputados en
querellas del tipo que fueren, saltando por encima de la presunción de
inocencia e incluso celebrando la violación de derechos que esto supone.
¿Alguien ha reparado en que el acceso al trabajo y la participación en
la vida política son derechos fundamentales recogidos por la
Constitución Española y por la Declaración Universal de los Derechos
Humanos? ¿No es acaso la principal función de la fiscalía y de los
jueces, en ésta y en todas las sociedades democráticas, el actuar de
garantes de los derechos fundamentales que asisten a los investigados y
los acusados? ¿De verdad pensamos que una sociedad es más justa por el
hecho de atropellar los derechos fundamentales de quienes se dedican a
la política? ¿Nadie se da cuenta de que esto no afecta sólo a los
políticos y que ya se está arrastrando por el fango el buen nombre y
apellidos, letra por letra, de muchos funcionarios que aparecen en las
redes y en la prensa asociados a la corrupción, con menos velos, respeto
y cautelas que el que dedicamos al honor de los terroristas o los
pedófilos?
De verdad que son tiempos oscuros que juzgará la
Historia. Bueno sería, también, que, antes de que la Historia se
pronuncie, algunos de los linchadores respondieran públicamente por el
daño que están causando a los políticos y a sus familias; a los
funcionarios y a sus familias, y a los fundamentos más sensibles de
nuestra democracia.
(*) Profesor
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