Las
campanas repican en Cataluña, pero suenan con alegría en toda España.
Fin de la ambigüedad. Se acabó el oportunismo y la indecisión. Decidido
queda que no se decide. El PSC renuncia al derecho a decidir
y se alinea con la propuesta del partido nodriza de una reforma de la
Constitución, seguramente federalista. Además, irá a las elecciones con
sus siglas; nada de convergencias. Ahora vendrán los cálculos de cuánto
voto unionista o españolista absorberá la clarificación. Porque se
orienta a esa franja del electorado y puede recoger parte del voto
unionista que, por unos u otros motivos, era para Podemos o alguna forma
de Catalunya en comú. Esos son los que van a pagar el precio de
la ambigüedad, algo inconveniente en un escenario polarizado. Y puede
ser una merma importante porque el voto unionista al PSC es ahora una
forma nueva de "voto útil" pues, aunque no vaya a ganar en Cataluña,
contribuirá a afianzar la victoria en España que, en definitiva y, de
momento, es donde se parte el bacalao.
La
victoria del PSOE en el escenario nacional español fue evidente en el
fogonazo patriótico del acto de la banderaza rojigualda. Tampoco aquí
haya ambigüedad ni duda alguna. El lema de la campaña será Más España. Ahorro los chistes fáciles con el apellido del Molt Honorable.
Esa curiosa y taxativa exigencia suscita perplejidad. Cuando se pide
más suele ser de algo concreto, tangible o, en todo caso, factible. Como
quien pide más dinero, o más cañones, o más sacrificios, o más
paciencia. Pero España es una entidad territorial que, en principio, no
puede aumentar ni disminuir. Es un ente abstracto y absoluto que tampoco
puede crecer o engordar. Es la Patria, una en esencia y potencia. "Más
España" solo puede significar "más una España". En el fondo, algo
no muy lejano al propósito de "españolizar a los niños catalanes", pero
dicho de forma mas dinámica y sutil, y menos cuartelera. "Más España"
por la vía civilizada, dentro de la lógica del poder suave, es
algo bien visto por los españoles.
Héteme aquí que el PSOE ha robado un
discurso ideológico de la derecha, ha socialdemocratizado la ambición
nacional española. Frente a ello, la reciente conversión de Podemos a la
socialdemocracia (la auténtica, claro) no compensa la desconfianza que
su ambigüedad nacional despierta en el electorado español. Eso de la nación de naciones
es sugestiva metáfora, como la de asaltar los cielos, el régimen del 78
y su candado, la casta, los referentes, etc., pero no acaba de
convencer a los votantes. Y con razón. Teóricamente parece resolver con
energía el viejo contencioso aceptando que en la nación española
coexisten varias naciones reconocidas sin ambages como tales. Pero solo
lo parece porque subsiste la pregunta de si la entidad "nación española"
es distinta a todas o solo a algunas, esto es, la
pregunta de si la nación castellana (por llamarla de alguna forma)
coexiste con la catalana, la vasca, la gallega en pie de igualdad o si
es coincidente con la española que engloba a las otras en su seno.
El
paso del PSOE a la unión nacional, integrada también por el PP y C's,
pero formando gobiernos por doquier con Podemos, dibuja una ingeniosa
balanza en la que los socialistas ocupan la centralidad simbólica y
práctica. Son los abanderados de la Patria. Las acusaciones de
radicalidad y entrega a los separatismos no se compadecen con el
tremolar de la bandera nacional española, incluso en Cataluña, y la
unidad de mando. Enfrente Podemos no consigue trasmitir una imagen de
unidad de propósito y, al contrario, aparece asendereado por
discrepancias internas y críticas y reclamaciones externas de las otras
fuerzas de la izquierda con las que mantiene relaciones de
amor/odio, las más difíciles de conllevar. La doctrina del partido
instrumento para ganar choca con la correosa realidad de una democracia
de base que pusieron en marcha los mismos a quienes ahora molesta.
El
último favor que los dioses hacen al PSOE en su triunfal camino a La
Moncloa es el estado casi cataléptico del PP. Ahogado en la corrupción,
destartalado y desconcertado en los temas de su discurso, abroncado en
el capítulo doctrinal por su presidente de honor, a punto de que le
caiga encima otra oleada de corrupción según los nuevos gobiernos
empiecen a abrir cajones, examinar archivos de los discos duros,
levantar alfombras y auditar, realmente no está para encarar una campaña
electoral en la que, encima, no podrá disponer de financión ilegal.
En
el PP comienza a abrirse paso la sospecha de que el problema principal
es el propio Rajoy. Resulta inverosímil que, quien ha ocasionado este
desastre (ayer mismo pegaron otro mordisco al fondo de reserva de las
pensiones), el presidente peor valorado de la historia de la democracia,
con una intención de voto ridícula, desprestigiado y sin crédito
alguno, pueda ganar unas elecciones. Quizá por eso -así como por su
proverbial necesidad de hacerse notar- Esperanza Aguirre pide
adelantarlas y hacerlas coincidir con las autonómicas catalanas de
septiembre.
Sí,
en efecto, suena a último y desesperado intento de salvar los muebles
y, en todo caso, acortar la agonía. Pero tropieza con un fenómeno de la
naturaleza, un elemento ctónico, algo inconmensurable: la capacidad de
Rajoy para ignorar la realidad y, por ello mismo negarla. Afirma estar
muy a gusto en el liderazgo del PP y no se siente cuestionado.
Si nada se tuerce, el PSOE parece ir a toda máquina a La Moncloa en noviembre.
(*) Catedrático emérito de Ciencia Política en la UNED
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