martes, 2 de junio de 2015

Entre pitos y flautas / Ramón Cotarelo *

70.000 silbatos pitando a pleno pulmón de los hinchas, que suelen tenerlos poderosos, deben de ser atronadores, sí. Pero algunas reacciones están siéndolo más y, contra todo sentido común, tienden a agravar la cuestión, ahondar el enfrentamiento, reavivar las dos Españas.

El Rey soportó impertérrito la silbatada. No es mucho mérito pues tampoco podía hacer gran cosa. No podía marcharse y tampoco hacer la peineta a 70.000 aficionados como en su día hiciera su padre a los abertzales en una histórica jornada en Gernika. Solo podía aguantar a pie firme, impasible el ademán. Recientemente he leído que la Corona es la única institución del Estado que roza el aprobado si no lo ha alcanzado ya. Con este tipo de gallardías frente a la adversidad ciega, es probable que alcance el notable en España. Otra cosa será en Cataluña, aunque tampoco allí la imperturbabilidad del monarca habrá caído del todo mal. Es función del Rey, según la Constitución, arbitrar y moderar el funcionamiento de las instituciones y poco podrá moderar quien no sea capaz de moderarse a sí mismo. 
Distinto es el juicio que en España despierta la sonrisa de Mas. Los nacionalistas españoles ven en ella el taimado rictus del traidor antiespañol que tenía el silbato guardado en el bolsillo. Los nacionalistas catalanes la interpretan como la contenida manifestación del orgullo de un dirigente que, en efecto, por prudencia, guarda el silbato en el bolsillo. De no ser estéticamente desmesurado se diría que es una sonrisa tan interpretable como la de la Gioconda.

Es la sonrisa que esboza (las sonrisas siempre se esbozan) cualquiera que vea cómo este gobierno es tan incompetente que se obstina en meterse en problemas de los que no sabe salir si no es dando manotazos y haciendo más el ridículo. Desde la última pitada ha tenido, creo, doce meses para buscar una solución o cuando menos mitigar una escandalera a la que dan tanta importancia pues lo consideran algo trascendental.
No estoy seguro que los ruidos que emiten las gradas digamos "normales" sean mejores que una estruendosa pitada. Es posible que la unidad  le preste cierta concordancia porque los ruidos que se oyen cuando no hay ganas de fastidiar suelen ser aun más desagradables. Solo recordar esas bocinas de no sé dónde pone la piel de gallina.
Por lo demás, la indignada reacción de quienes ven atentado a los sagrados símbolos de la patria contrasta con la endeblez de sus fundamentos. Según parece hay jurisprudencia que considera las pitadas al himno y/o bandera formas de la libertad de expresión. Además, los mismos que ahora berrean que aquí hay traición y hasta blasfemia (los nacionalcatólicos no distinguen bien entre ambas) decían hace unos años que pitar a Zapatero era libertad de expresión de gente que estaba harta de él. Otrosí, Zapatero no es el himno ni la bandera, aunque a veces lo parezca. Nada, nada, estas monstruosidades no pueden quedar sin el condigno castigo.
Y ¿cuál es el condigno castigo? Pues, según parece, La Comisión Permanente de la Comisión Estatal contra la Violencia, el Racismo, la Xenofobia y la Intolerancia en el Deporte ha decidido abrir expediente informativo a los reponsables de la silbatina y dar traslado de las pruebas a la Fiscalía para instar acción sancionadora. Por lo que se deduce, será administrativa.
Es decir, la traición a la patria, el ultraje a sus sagrados símbolos, se resuelve con una multa de nada. Esto no es serio, señores. No dirá Palinuro que las autoridades deban proceder como esos tuiteros que piden bombardear el Camp Nou para exterminar a los "putos nacionalistas". Parece algo excesivo, aunque no tanto como exterminar a los "putos chinos". Pero ya es extraño que ningún ministro haya propuesto una reforma legal que permita encarcelar a quienes estén en posesión de silbatos calientes en esas ocasiones. Siempre será más humano y magnánimo que pasarlos por las armas.
(*) Catedrático emérito de Ciencia Política en la UNED 

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