jueves, 18 de diciembre de 2014

El reñidero de la izquierda / Ramón Cotarelo *

En España hay tres fuerzas de izquierda mayoritarias con grandes diferencias cuantitativas. También las tienen cualitativas pues a veces se enzarzan sobre la cuestión de la autenticidad de sus respectivos izquierdismos. Además de ellas hay algunas otras de espacio territorial más reducido, las izquierdas nacionalistas o de menor relevancia electoral.

No es un panorama de desunión sino de fragmentación, casi atomización. Todo el mundo, por supuesto, está convencido de que la unidad es la única fórmula de imponerse electoralmente a la derecha y "unidad" y sus variantes es la palabra que más aparece en los discursos de esta fuerzas. Pero está claro que no le dan el mismo significado y no lo hacen porque sus circunstancias internas las tienen tan absorbidas que no pueden acomodarse en un entendimiento común ya que ni ellas mismas se entienden.

El PSOE se debate en procesos de renovación interna en los que nadie anda muy seguro. La sustitución del líder se ha hecho propulsada por un delicado equilibrio entre tradición rubalcabiana y modernidad pietrina, entre respetabilidad institucional y necesidad de salir a la calle con un discurso más de izquierda para atajar la sangría de votos por ese lado. Sánchez tiene que ungirse de legitimidad democrática en unas elecciones abiertas y no en unas primarias de más o menos chanchullos. Si no lo consigue tiene el reto de la señora Díaz, cuya legitimidad es tan flaca y enteca como la suya.

En IU el panorama es aterradoramente idéntico al de siempre: una bronca permanente en distintos ámbitos y niveles por asuntos tan enrevesados que cuesta creer los entiendan quienes por ellos se enfrentan tan agriamente. La sustitución del maduro Cayo Lara por el joven Garzón, presentada como una prometedora renovación, está empañada por luchas, amenazas, expulsiones que transmiten una imagen de lamentables enfrentamientos en una organización que, autocalificándose de "unida", es incapaz de presentarse como tal ante su electorado.

Podemos se encuentra en el sobresaltado periodo del primer vagido. Habiendo obtenido un resultado tan espectacular en mayo pasado, ha puesto el listón muy alto, incluso para sí mismo, tiene que encontrar el modo de revalidarlo y superarlo en el mayo que viene y no dispone de mucho tiempo. Sus vacilaciones, oscilaciones, ambigüedades y rectificaciones, sus cambios de actitud en la carrera a las municipales transmite una imagen de confusión que no es recomendable en campaña electoral. Y el permanente llamado a criterios asamblearios no contribuirá a reducirla.

En esta situación es probable que las tres fuerzas de la izquierda lleguen a mayo de 2015 desunidas y enfrentadas al grito de unidad. Y también lo es que el resultado sea decepcionante.

En realidad es preciso reconocer que esa unión no es nada fácil. Hay unas diferencias profundas que son además permanentemente aireadas por los medios de comunicación. Eso no sucede en la derecha. Esta tiene también enfrentamientos pero, no siendo por asuntos de principios sino de intereses, se mantienen siempre discretamente ocultos tras una muy eficaz fachada de unidad.

La exposición a los medios es un factor determinante en el predicamento de la izquierda. Pero tanto para bien como para mal. Eso depende de cómo se enfoque en cada caso. Por ejemplo, es evidente que el ascenso de Podemos tiene una clave explicativa (aunque no única, claro) en lo que sus críticos consideran con envidia mal disimulada su sobreexposición mediática, lo que reputan un privilegio inmerecido. Ahora bien, los medios son empresas, buscan  audiencia y Podemos la garantiza. Muy probablemente por su componente de innovación que resulta muy atractivo para un público cansado de un espectáculo político en el que los actores llevan decenios en el escenario y, además, no están dotados de cualidades o ingenio que cautive a los espectadores.

Así que los partidos de la  competencia han entendido el mensaje y han procedido a sendos procesos de renovación pero, para su decepción, no alcanzan el impacto que esperan. Descubren que no basta cambiar los rostros, que no innova quien quiere sino quien puede, que es preciso tocar intereses creados, rutinas, compromisos del pasado. A las izquierdas parlamentarias las ata su historia. De ahí que su discurso no pueda ser absolutamente innovador y deba buscar el citado equilibrio entre la institución y el movimiento. La marca es un activo; pero también un lastre. Adaptarla al servicio de una innovación que suscite adhesión y apoyo en un electorado invadido por el hastío y la desconfianza solo es posible articulando un discurso nuevo y convincente.
Y en eso el panorama no es halagüeño.
(*) Catedrático de Ciencia Política en la UNED

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