domingo, 7 de diciembre de 2014

El Papa Francisco declara 'venerable' a la monja murciana María Seiquer Gayá

CIUDAD DEL VATICANO.- El Papa Francisco ha autorizado el reconocimiento de las "virtudes heroicas" de la murciana María Seiquer Gayá, cofundadora de las Hermanas Apostólicas de Cristo Crucificado, y de Prassede Fernández García, laica y madre de familia, informó hoy la Santa Sede.

El consentimiento de Jorge Bergoglio a la Congregación para las Causas de los Santos para la publicación de estos decretos de reconocimiento se produjo el pasado sábado, durante una audiencia privada que mantuvo con el cardenal Angelo Amato, prefecto de esta congregación.

Seiquer Gayá nació en Murcia el 12 de abril de 1891 y murió el 17 de julio de 1975, según datos facilitados por el Vaticano.

Fue una de las fundadoras de las Hermanas Apostólicas de Cristo Crucificado, junto con Amalia Martín de la Escalera.

Juntas crearon esta congregación religiosa que actualmente está presente en siete países y que fue aprobada el 7 de enero de 1975 por el papa Pablo VI (1963-1978), autor de la encíclica sobre la defensa de la vida y la familia "Humanae Vitae", según explica el instituto en su página oficial.

Por su parte, Fernández García fue laica y madre de familia, y miembro de la tercera Orden del Santo Domingo.

Nació en la aldea de Puente la Luisa, en Asturias (norte de España) el 21 de julio de 1886 y murió en Oviedo el 6 de octubre 1936, informó el Vaticano.

La Congregación para las Causas de los Santos es un organismo que se encarga de estudiar los milagros, martirios y virtudes heroicas, y de proponer ejemplos de santidad que deben ser confirmados por el papa para realizar, posteriormente, las beatificaciones y canonizaciones.

A partir de ahora, Seiquer Gayá y Fernández García recibirán el título de "venerable".

Para que un venerable sea beatificado es necesario que la Iglesia Católica certifique que realizó un primer milagro, y para que sea canonizado (y adquiera la condición de santo), es necesario otro segundo milagro.

Ese último milagro debe ocurrir después de ser proclamado beato, aunque este requisito no se ha cumplido siempre, pues el santo Juan XXIII fue canonizado el pasado 27 de abril sin la existencia de un segundo prodigio.

La mujer que cuidaba a los asesinos de su marido

Se consagró a Dios, fundó la Congregación de las Hermanas Apostólicas de Cristo Crucificado y perdonó a los hombres que mataron a su esposo, Ángel Romero Elorriaga, durante la Guerra Civil española en Murcia.

La víspera de su muerte en la cárcel Ángel le dijo: «Creen que nos sacrifican, y no ven que nos glorifican. Nunca he estado tan cerca de Jesús como al ver que me tratan como a Él». Y ella, después de confortar junto a su marido a otros presos desesperados, le confesó: «Si no me matan a mí también, te prometo ingresar en el convento» 

Su vida había sido la de una joven como cualquier otra: aficionada a montar a caballo, de familia cristiana y casada con un otorrino, Ángel Romero, conocido entre sus vecinos por su honradez y su predisposición a ayudar a los demás. Y entonces estalló la guerra.

Cuando, en mayo de 1931, los republicanos empezaron a incendiar conventos e iglesias (con sus curas y monjas dentro), Ángel decidió entrar en política: «Hay que defender la religión», decía. Pero, tras el levantamiento del 18 de julio, su pertenencia a la CEDA y su fe católica fueron cargos suficientes para ser encarcelado y fusilado.
Durante su estancia en la cárcel, su esposa sólo pudo visitarle dos veces, para no ser víctima de las iras de los milicianos que campaban por las calles. La última de esas visitas fue en la víspera de su muerte.

Tras la muerte de su marido y un periplo para huir de Murcia, se consagró a Dios. Lo que no podía imaginar María Séiquer es que no entraría en un convento, sino que, terminada la Guerra y de regreso a Murcia, levantaría uno en el que había sido su domicilio conyugal, y que ésa sería la primera casa de las Hermanas Apostólicas de Cristo Crucificado.

Las dificultades para fundar la nueva Congregación fueron muchas, pero el mayor obstáculo fue el rencor y el miedo de sus vecinos. Algunas mujeres de la época recorrían las cárceles para denunciar a los asesinos de sus maridos e hijos. María, sin embargo, optó por el camino del perdón: «Perdono a todos mis enemigos, te pido por ellos y avivo el deseo de perdonar a todos los que me hicieron mal», dejó escrito.

Desde la congregación, se ocupó de educar niños, alimentar a los pobres y visitar a los ancianos y enfermos de los pueblos cercanos. Y como entre ellos estaban los asesinos de su marido, envió a sus monjas a anunciar que en el convento se asistía a todos y nadie sería denunciado al ir a pedir ayuda. En el pueblo de Santo Ángel, por ejemplo, «casi todas las familias eran cómplices de la muerte de Ángel; la casa la destrozaron y se llevaron los muebles», pero ése fue su pueblo preferido para evangelizar.

Aunque se negaba a dar publicidad a estos episodios, numerosos testigos dieron su testimonio para la Causa de beatificación, que está en proceso de estudio. Por ellos se sabe que atendió, hasta su muerte, a una de las mujeres que denunció a su marido; que veía sus muebles en las casas de algunos enfermos y jamás los reclamó; que cuidó a los hijos del miliciano que arrastró por las calles el cadáver de Ángel, sabiendo quiénes eran; y que se presentaba con frecuencia ante el Juzgado para exigir que no se tramitasen los sumarios de los asesinos que habían sido capturados, hasta que logró salvarlos de ser ejecutados. En sus escritos y oraciones está el secreto de esta vida increíble, que llevó a la Congregación a extenderse por España y América: «Sólo he hecho lo que me enseñó Cristo: Perdónalos, porque no saben lo que hacen».

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