sábado, 8 de marzo de 2014

Una portada / José Daniel Espejo

La portada de El País del pasado 17 de febrero da para un cuatrimestre de alguna asignatura de Periodismo que intuyo que no se imparte en ninguna facultad: Propaganda II, o Superestructura Periodística Avanzada, o Técnicas de Venta Basada en el Miedo IV, o algo así. El titular principal, a cuatro columnas, reza «30.000 subsaharianos preparan el salto a Europa por Ceuta y Melilla». Justo debajo, y como por casualidad, la foto de la ministra Pastor y la Koplowitz reunidas con un par de jeques árabes, muy jeques. Ellas llevan el pelo descubierto (son más de mantilla) y sonríen con gran independencia y feminismo, como si lo que estuviesen haciendo allí es reivindicar el derecho a conducir de las mujeres, recién perdido en el régimen saudí. Pero no. El pie de foto nos indica que de lo que se trataba era de hacer unos negocios. Menuda portada. Yo es que fue verla y agolpárseme varios millones de palabras en la garganta, justo por detrás del nudo. Trataré ahora de dejar el número en mil. El nudo aún lo tengo, gracias.

Cuando escuchamos el término ´globalización´, normalmente pensamos en deslocalización, zapatillas deportivas made in China, internet y libre mercado. Tal vez nos acongoje el cierre de unas cuantas fábricas ´de toda la vida´ cuyo final asociamos a la palabreja. Es inevitable, saldrá alguno. Si allá en Asia se hacen las cosas más baratas, pues adónde se van a ir las empresas. Natural. Los términos clave son ´inevitable´, ´competitividad´ y ´costes´. Con esas coordenadas conceptuales, lo normal es agachar y menear la cabeza al mismo tiempo, en un único gesto de resignada desaprobación.

Lo malo de esa visión de las cosas es que acabamos creyendo que Occidente se ha quedado con la parte estrecha del embudo de la globalización. Que hemos terminado por repartir el pastel de la riqueza con los países en sempiternas vías de desarrollo, como dándoles el empujoncito definitivo. Se trata de la utopía postindustrial, donde unas economías espiritualizadas por la magia del sector financiero hacen llover el maná de la producción sobre un Tercer Mundo agradecido que por fin va a poder civilizarse. Regularmente podemos encontrar ejemplos de esta falacia en los medios generalistas y su pasión por reportajes sobre ´la dinámica clase media china´ o ´las maravillas de los rascacielos de Malasia´, ´la vibrante vida cultural de Sudáfrica´ o ´el nuevo Bangkok´.

La realidad es muy, muy, muy otra. Como recuerda César Rendueles en su implacable Sociofobia (Capitán Swing, 2013), la mayor catástrofe humana desde la Segunda Guerra Mundial, por si hace falta refrescárselo a alguien que aún crea que se trata de la crisis de las puntocom, es el éxodo masivo de población rural hacia las espantosas conurbaciones de la miseria de las grandes ciudades no occidentales, los llamados megaslums. Lugares como los arrabales de El Cairo, Lagos, Río de Janeiro-São Paulo, Calcuta, Manila, Kinsasa o Yakarta, receptores netos de desharrapados fugitivos de mundos agrarios colapsados, son una marmita en la que cientos de millones de personas se cuecen en su propia mierda, sin acceso a cosas tan básicas como agua mínimamente potable, seguridad, alimentación suficiente, atención médica o protección contra epidemias.

Los motivos del colapso de las comunidades rurales tradicionales hay que buscarlos en la concentración empresarial del sector agroalimentario mundial, fruto directo de la globalización, y sus efectos sobre las economías del Tercer Mundo: volatilidad extrema de los precios de venta del producto no procesado, predominio de cada vez menos variedades de cereales, dependencia de proveedores externos de semillas, pesticidas y abonos, competencia desleal por parte de los agricultores de los países desarrollados, fuertemente subvencionados, políticas arancelarias restrictivas de las exportaciones hacia Norteamérica y Europa, y fracaso de multitud de planes de reconversión agraria precipitados e insostenibles, auspiciados y financiados en muchos casos por el FMI y el Banco Mundial, malos jugadores dotados no obstante con vidas infinitas. Vidas de los demás, se entiende.

Las obviedades que acabo de resumir en dos párrafos no son materia frecuente de debate en los mass media. Las convulsiones de las sociedades no blancas no parecen tener causas para nuestros noticiarios. Son cosas que se dan por sentadas, como ´la corrupción africana´, ´la criminalidad latinoamericana´ o ´las dictaduras asiáticas´: lacras genéticas de esas razas que por suerte nosotros no sufrimos, y por eso hemos inventado el Domund, para que se compren algo, los pobres. Dedicamos páginas y páginas a alabar el valor y la abnegación de nuestros blancos cooperantes, pero muy pocas a analizar las causas de la miseria que combaten. Por qué habríamos de hacerlo, por otra parte, si no estamos allí para luchar contra las causas, sino contra los síntomas más escandalosos, contra lo que haría llorar hasta a un ministro, exclusivamente. Horas y horas de televisión ilustrando el trabajo de los bomberos que rescataban cadáveres de los escombros de Puerto Príncipe y ni una sola pregunta acerca de los motivos que habían llevado a cientos de miles de haitianos a dejar sus aldeas natales para hacinarse en chabolas sobre la ladera de una colina que el terremoto se tragó. Ni una sola alusión al hecho de que, en Haití, la mayoría de la harina y el maíz que la gente come es de producción norteamericana y proviene de las explotaciones agrícolas del Medio Oeste, salvajemente subvencionadas. Tampoco, obviamente, al derrocamiento CIA-style del presidente que quiso terminar con la dependencia alimentaria de Haití, Jean-Bertrand Aristide.

Al igual que estamos exentos de responsabilidad en los problemas del Tercer Mundo, nos lavamos las manos sobre las causas por las que sus habitantes tratan de llegar hasta aquí. «Vienen engañados», nos decimos. «Las mafias, que les prometen el oro y el moro». «Pobres, qué se creerían que iban a encontrar». «Lástima del dinero que les haya costado el viaje». Vienen, en resumen, por un error suyo. El hecho de que más de cinco millones de inmigrantes hayan llegado a España desde finales de los 90 y hayan generado una inmensa riqueza que nuestros bancos se jugaron en el casino financiero siempre va a ser obviado. Lees una de estas repugnantes muestras de propaganda que ellos se empeñan en seguir llamando noticias, y siempre son patrulleras, vallas de alambre y, detrás, una especie de zombies ´preparando el salto´, de quienes, lógicamente, debemos defendernos a tiros. Nunca gente que trabaja en el campo o cuida ancianos o limpia tu casa o vende por la calle sonrisa en ristre. Siempre la carne que atesta los CIEs, nunca los refugiados de un mundo que hemos incendiado nosotros. Siempre no se preocupe, señor ministro, nunca ¡basta ya! Siempre quince cadáveres, nunca quince personas. Nunca seres humanos. Nunca dignidad.

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