martes, 20 de marzo de 2012

Quedará lo que sepamos defender / Patricio Hernández *

Cada vez que oigo a un representante del gobierno o de los empresarios -sus discursos son ya indistinguibles, sin que tengan la mínima precaución estética de disimularlo- decir que la reforma laboral es “equilibrada”, pienso en el tipo de equilibrio de la fórmula “tú dame el reloj, que yo te daré la hora”.

Toda la justificación que hacen de las bondades de una reforma laboral que supone la destrucción unilateral del sistema de relaciones laborales de la democracia, o de la necesidad de unos recortes sociales que están dinamitando nuestro tímido estado benefactor, está fundada en la repetición incesante, con machaconería mediática, de un tipo de retórica eufemística, que adopta la forma de vulgata económica, en la que el campo semántico está poblado de términos ambiguos (flexibilidad, estabilidad, competitividad, productividad, rigideces, etc.), a los que se hace significar lo que se quiere.

Su éxito está en que se ajusta a un “horizonte de expectativas” previamente creado y extendido, que circula por todas partes, con la complicidad de muchos políticos, periodistas, economistas en nómina, tertulianos o sencillos ciudadanos, en un país que presenta un sistema de medios que no expresa de ningún modo la pluralidad social y la diversidad ideológica, lo que se ha convertido en uno de los problemas más serios de nuestra democracia. Sólo hay que mirar las editoriales de los distintos medios ante la convocatoria de huelga general.

La novedad reside en que antes los gobiernos por conseguir la “confianza de los mercados” corrían el riesgo de perder la confianza del pueblo, y había que elegir, mientras que ahora, bajo el shock de la crisis, pretenden conseguir ambas a la vez de la mano de la amplia hegemonía ideológica del credo neoliberal y del control de una ciudadanía a la que se ha despolitizado durante décadas en sociedades en las que la política está completamente mediatizada.

Para completar y entender el cuadro sólo necesitamos introducir el factor miedo. Ante la huelga inminente nos abrumarán con la denuncia de la violencia de los piquetes, que se corresponde al régimen de primacía de lo visible, pero querrán ignorar la mucho más relevante violencia invisible –reforzada justamente por la reforma laboral- de los miles de trabajadores sometidos a la amenaza empresarial de despido si hacen huelga.

Es justamente la coerción económica y el chantaje laboral el que disuelve la resistencia. Todos estamos amenazados por la precariedad, esa inseguridad subjetiva generalizada que sustenta la inseguridad objetiva y convierte el futuro en algo incierto, en el que no cabe depositar el mínimo de fe y esperanza que hace falta para rebelarse incluso contra el presente más intolerable (Bourdieu).

Esta sofocante hegemonía permite hablar de “silencio de las víctimas” (A. Touraine), e incluso de esa otra forma de servidumbre voluntaria que produce la paradójica situación de que una parte de quienes más sufren aplaudan masoquistamente las decisiones de las que proviene su sufrimiento.

Pero sabemos que este fatalismo económico encubre realmente una concreta voluntad política. Porque esta propuesta ideológica, expedida desde los centros de poder políticos y económicos, que se presenta a sí misma como fundada en el conocimiento incontestable de la ciencia económica, no es sino un conjunto fundamentalista de creencias parecido a una religión que proclama –contra todas las evidencias que tenemos- el progreso de la utopía neoliberal, cuyo absurdo dogma central es que la explotación (de las personas, de la biosfera) puede ser ilimitada en un planeta finito.

Si algo tenemos claro a estás alturas de la crisis es que el capitalismo no va a salir debilitado. Aún más, su versión financiera -ahora dominante- es la que, utilizando recursos públicos ingentes, más rápida se está recuperando, al tiempo que se acelera la revolución política conservadora.

Está también destruyendo un tipo de sociedad, la de los estados de bienestar, que llegó a identificarse con el “modelo social europeo”, que prometía democracia con equidad en un clima de paz social, y que muchos en todas partes del mundo veían como digno de imitación. De paso, y como otro “daño colateral”, ha dinamitado el proyecto europeo, del que hoy desconfían la mayoría de los ciudadanos.

El triunfo neoliberal está provocando el incremento de la polarización social y las desigualdades, y un mayor sufrimiento social que acabará generando nueva conflictividad (democráticamente canalizada o en forma de estallido social descontrolado), pero sobre todo nos aboca a nuevas crisis más graves aún que la actual como consecuencia de la sistemática estupidez humana que nos condena a repetir exactamente las cosas que no debemos hacer.

La partida no está sin embargo decidida. Hay un difusa pero creciente conciencia ciudadana de que hay que retomar el camino original de la democracia – de abajo a arriba- frente a la oligarquización de nuestros sistemas políticos, recuperar el gobierno de la economía desde la política, y abandonar esa idiotez de los economistas de que la naturaleza es un subsistema de la economía. La resistencia a la involución social que se nos intenta imponer renace por todas partes.

Recientemente le preguntaban en una entrevista radiofónica al gran historiador Josep Fontana por lo que quedaría de nuestros estados del bienestar después de la crisis, a lo que sabiamente contestó “sólo lo que sepamos defender”.
 
(*) Presidente del Foro Ciudadano de la Región de Murcia

1 comentario:

Anónimo dijo...

Que te apuestas que al final terminamos todos apelando a Putin para que nos salve de la voracidad de la corrupción inherente a un capitalismo en fase terminal