sábado, 9 de julio de 2011

¿Quién manda aquí? / Patricio Hernández *

Una de las reclamaciones de ese acontecimiento trascendental de la vida pública española contra la degradación de la democracia que es el Movimiento 15-M, ha sido la de pretender recuperar el viejo principio liberal de la separación de poderes (Montesquieu).

No les falta razón a los indignados. El poder ejecutivo no sólo ignora paladinamente y sin rubor las promesas y compromisos electorales por los que fue elegido (en lo que sólo puede considerarse estrictamente como un fraude antidemocrático) sino que controla plenamente al legislativo y prácticamente al judicial.

Nuestra democracia ha derivado, auxiliada por la Ley Electoral y otros mecanismos, en un sistema partitocrático que hace que pequeñas oligarquías controlen los actuales partidos y a su través la representación parlamentaria —sin papel apenas para la militancia y mucho menos para los electores— y desde aquí a los principales órganos judiciales, elegidos por reparto entre el duopolio político realmente existente o bien por la endogamia de las conservadoras élites de la casta judicial.

Pero resulta a estas alturas una ingenuidad imperdonable creer que el poder determinante reside en las instituciones democráticas del Estado-nación, afectadas por la creciente impotencia y pérdida de autonomía de la política en lo que Catoriadis llamó «ascenso de la insignificancia».

Al preguntarnos dónde está realmente el poder, aun dentro del muy limitado ámbito nacional, hemos de analizar las relaciones entre el poder económico, el político y el mediático. Y es justamente de su complicidad y concurrencia de intereses, de su íntima alianza y acuerdo al margen de los ciudadanos, de donde vienen los problemas de la democracia considerada como gobierno del pueblo. Lo que en Italia se personifica y visualiza bien en la detestable figura de Berlusconi, aquí se reproduce con más actores pero con muy similares resultados (en una especie de fáctico berlusconismo sin Berlusconi).

Si miramos las veintiséis grandes empresas del Ibex 35, cuyo 37% está en manos de veinte familias de empresarios y de las que se sabe que al menos veintiuna de ellas tienen filiales en paraísos fiscales para escapar al control fiscal de nuestro país (sólo el BBVA, según la revista Capital, tiene veintisiete sociedades con sede en conocidos paraísos fiscales como Jersey o las Islas Caimán, o países como Luxemburgo o Suiza) comprobaremos que en sus consejos de administración el 10% de los puestos está ocupado por políticos que tiene o tuvieron cargos públicos muy relevantes (expresidentes y exministros, repartidos entre el PP y PSOE casi por igual). Si incluyéramos al segundo nivel político (exdirectores generales y exsubsecretarios) el cómputo se dispararía.

El control financiero. Recientemente, el Tercer Informe del Grupo de Estados contra la Corrupción (GRECO) del Consejo de Europa ha denunciado la persistente falta de transparencia en la financiación de los partidos políticos españoles, después de más de treinta años de democracia. Los partidos —dice por su parte un informe del Tribunal de Cuentas—obtienen el 70% de sus recursos de la banca, con la que mantienen altas deudas, que además les son condonadas en muchos casos en aparente contradicción con los inflexibles criterios que exhiben como ley de hierro frente a sus deudores.

Estos bancos controlan a su vez la mayor parte de los medios de comunicación privados (en tanto los políticos controlan los públicos). Casos especialmente relevantes son el BBVA, con amplia presencia en el grupo Vocento y en otros medios; o el Santander (BSCH) con participación determinante entre otros, en el grupo Prisa. Entre estos dos grupos de comunicación controlan más del 50% de los medios españoles. Una estimación aproximada señala que dos de cada tres noticias que recibimos proviene de un medio controlado finalmente por el poder financiero, que se ocupa en sus líneas editoriales de «la defensa a ultranza del sistema económico con el que se enriquecen, el ocultamiento de sus operaciones oscuras, la complicidad con los poderes que les ayudan a desarrollarlas y el ataque a cualquier opción política, social o ética que intente enfrentarse a su ideología y modelo» (Pascual Serrano, Traficantes de información).

Esta misma idea la expresa Joan Barril en el en el prólogo del libro El fin de una época, de Iñaki Gabilondo: «En la actualidad la capacidad de informarnos y de darnos un criterio responde a las necesidades económicas de aquellos que han convertido los medios en meras industrias auxiliares de la creación y el mantenimiento de las grandes fortunas».

Así no nos puede extrañar que —como ha subrayado Josep Ramoneda— la evidencia de que el presidente del principal banco de España ha estado defraudando a Hacienda durante muchos años no haya producido reacciones ni comentarios de la clase política ni de los medios de comunicación, que explica porque «la capacidad de intimidación de un banco de esta envergadura es infinita».

Las alianzas opacas. En estas condiciones ¿a quién puede extrañar que, como denuncian Ecologistas en Acción, exista un compromiso oculto del Gobierno con las grandes compañías eléctricas —con esa profusa representación de políticos en sus órganos directivos— para compensarles con 11.000 millones por la reducción de su cuota de mercado debido al descenso del consumo y al desarrollo de las renovables?

Son estas alianzas opacas entre las élites de los poderes las que degradan y vacían de sustancia la democracia y provocan la desafección ciudadana, que se ha acelerado con la crisis económica hasta convertirse en el tercer problema para los ciudadanos, pero que es anterior y en constante aumento en el periodo democrático (según datos del CIS el porcentaje de población poco o nada satisfecho con el funcionamiento del sistema democrático era ya de un 26,3% en 1998, pasó a un 34,4% en 2004 y llegó al 47,1% en 2010).

Esta baja calidad de la democracia española además de con la ausencia de transparencia está relacionada con la escasa participación ciudadana en la vida pública, que es estructural (por poner un ejemplo, en todo el periodo democrático los ciudadanos españoles han sido llamados a consulta en referéndum en sólo cuatro ocasiones, si incluimos el referéndum de la Reforma Política y el de la Constitución).

La nuestra sería una democracia defectuosa y llena de déficits, una democracia infantilizada con una clase política en funciones gerenciales que enfrentada a la crisis económica se somete bovinamente al principio fundamental de restaurar el business as usual, para que el mundo siga siendo «bueno para los negocios».

Paradójicamente, los nuevos rebeldes del 15M quizás sean —como los bárbaros del poema de Kavafis— nuestra última esperanza en construir lo que ellos llaman una ‘democracia real’, es decir, basada en el principio de la soberanía popular y en la efectiva participación de los ciudadanos, una democracia cultural y moralmente adulta.

(*) Presidente del Foro Ciudadano de la Región de Murcia