martes, 14 de septiembre de 2010

El futuro de la democracia / Michel Wieviorka *


En los años 60 y 70, la democracia era sobre todo lo contrario del comunismo, de la dictadura o de los proyectos revolucionarios, no era necesario dar una definición más precisa y a menudo nos contentábamos con una célebre frase de Winston Churchill en la que afirmaba que la democracia es "el peor de los regímenes si exceptuamos todos los demás".

Más tarde los regímenes autoritarios se hundieron, la Unión Soviética perdió la guerra fría y en algunos países la revolución se convirtió en terrorismo, o en islamismo en Irán, lo que la alejó de todo ideal democrático. De repente, el politólogo estadounidense Francis Fukuyama proclamó el final de la historia, es decir, el triunfo del mercado y de la democracia. Sin oposición, esta se convirtió en nuestro único futuro político.

En la actualidad, enfrentada a ella misma, la democracia parece muchas veces débil, vacilante, incierta, a la vez que incapaz de hacer frente a los nuevos desafíos.

La democracia representativa, durante mucho tiempo la fórmula reina, la que se apoya en un sistema de partidos políticos yen las instituciones, especialmente el Parlamento, que permite que los ciudadanos expresen su voluntad mediante representantes electos que votan las leyes, eligen el poder ejecutivo y lo controlan si es necesario, esa democracia está en crisis. En numerosos países las exigencias que provienen de la sociedad civil no parecen ser susceptibles de alimentar una imagen clara de un conflicto izquierda-derecha.

La crisis va ligada, entre otras razones, a la globalización. En efecto, grandes problemas a los que se enfrentan los actores políticos ya no pueden ser abordados en el único y exclusivo marco del Estado nación, puesto que lo desbordan, mientras que la representación política sigue organizada dentro de ese marco. Y la crisis está también vinculada a la evolución de las demandas surgidas de la sociedad civil y que no son las mismas que hace veinte o treinta años.

Estas peticiones suponen cada vez más exigencias que desestabilizan la representación política clásica: aumento del individualismo, disolución de las clases sociales y de las grandes ideologías unificadoras, fragmentación de la sociedad. La política está como sacudida por causas y emociones personales de los individuos, que cada vez están menos orquestados por los medios de comunicación modernos y que invaden el espacio público.

La clase política aparece además desestabilizada, impotente ante la exclusión social, las pérdidas de empleo, el descenso del crecimiento, el cierre de empresas, o sin ideas ante las reivindicaciones que emanan de identidades colectivas, culturales o religiosas.


En una situación así, una respuesta constructiva consiste en intentar completar la democracia representativa con otras fórmulas. Una primera pista es la de la democracia participativa, que permite a los ciudadanos participar en la toma de decisiones y, especialmente, prepararla mediante un debate exigente y constructivo.

Así se ha hecho, desde los años sesenta, en diversos países. La experiencia más célebre es la de Porto Alegre, en Brasil, donde desde 1989 el poder político ha otorgado a los habitantes de los barrios la posibilidad de definir qué proyectos prioritarios hay que financiar.

Además, conferencias para lograr consensos, jurados populares y encuentros con expertos y actores políticos permiten a los ciudadanos exigir y preguntar sobre un determinado tema a los que entienden sobre él, para luego planificar las alternativas posibles, sus ventajas, sus inconvenientes y los puntos inciertos.


La participación no es opuesta a la representación, sino que la completa, y aquí internet puede desempeñar un papel que permita, como se vio durante la campaña de Barack Obama para las elecciones presidenciales, conjugar la acción concreta sobre el terreno y la movilización on line.

Segunda pista, de inspiración bastante cercana: la democracia deliberativa, en la que los ciudadanos desempeñan un papel constructivo en la formulación de los términos del debate público, al tiempo que aprenden los unos de los otros, confrontan sus valores, su comprensión del mundo, sus convicciones y agudizan su espíritu crítico en el marco de la interacción con otros participantes en el debate público.

Estas dos fórmulas exigen que se den unas condiciones: acceso igualitario a los espacios de participación y de discusión, transparencia en el método, posibilidad de expresarse sin correr el riesgo de represalias y de hacerse oír. Y las dos renuevan la democracia profundamente, otorgando una gran importancia a la vida local más que a las instancias centrales del Estado.

Esta renovación deja en entredicho una idea común según la cual el ideal democrático fue inventado por los antiguos griegos y desarrollado en el mundo occidental antes de extenderse a todo el planeta y que se acompaña del descubrimiento o comprensión de prácticas propias de África,India o el mundo árabe y de los que Amartya Sen se hizo eco (en La democracia de los otros. Por qué la libertad no es una invención de Occidente,París,
Payot, 2005).

Para el premio Nobel de Economía de 1998, la democracia, más allá de la representación política y del respeto a la regla de la mayoría, implica la protección de los derechos y libertades de los individuos, el acceso de todos a las prestaciones sociales y el derecho a acceder a la información y participar activamente en la deliberación pública.

Lo que obliga a repensar la democracia de arriba abajo y admitir que la persona es sujeto de su existencia, capaz de producir por sus debates y su participación las reglas de la vida colectiva y las concepciones de la justicia.

Pero otras tendencias, mucho más oscuras, invitan a desear otros conceptos, como el de posdemocracia, promovido por el sociólogo británico Colin Crouch (en Posdemocracia. Temas para el siglo XXI,London Polity Press, 2004)

En esta perspectiva, la democracia, víctima especialmente de la mundialización, en lugar de renovarse y ampliarse, pierde parte de sus cualidades y se vuelve menos capaz de organizar la vida colectiva. Se debilita, queda vacía de contenido. Los medios, sometidos al poder, manipulan a la población jugando con las emociones más que con la razón; el poder del Parlamento y el juego de los partidos se vuelven artificiales; los ciudadanos, espectadores pasivos, se vuelven manipulables, se abstienen de votar.

La política va siendo confiscada por los expertos o por un poder autoritario si no es que es entregada al juego opaco de los grupos de presión, sin separación de poderes, sin control del ejecutivo por el legislativo, sin autonomía del poder judicial. Las lógicas exteriores de la globalización económica, las leyes y decisiones importantes que vienen de la ONU, del FMI, del Banco Mundial o de la Unión Europea convierten al Parlamento en una oficina de registro, etcétera.


Así pues, no existe un único futuro para la democracia, sino varios. La democracia tiene que reinventarse.

(*) Michel Wieviorka es sociólogo y profesor de la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París

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