martes, 28 de agosto de 2007

Águilas acoge, con motivo del VI aniversario del fallecimiento de Paco Rabal, el estreno del documental 'Francisco por Paco'

ÁGUILAS.- El Salón de Actos de la Casa de Cultura 'Francisco Rabal', de Águilas, acoge este miércoles, a las 20.00 horas, el estreno del documental titulado 'Francisco por Paco', con motivo del VI aniversario del fallecimiento del actor aguileño en el cielo de Burdeos.

Este se acto se organiza dentro del marco de los eventos de la Concejalía de Cultura del Ayuntamiento de Águilas para conmemorar y rendir un homenaje al artista, según informó el Consistorio del municipio en un comunicado de prensa.

Se trata de un documental dirigido por su hijo Benito Rabal, en el que se muestran varias entrevistas del afamado actor, recopiladas durante distintas etapas de su vida.

Tras la proyección se realizará un coloquio en el que participarán, entre otros, amigos, familiares, y la viuda del que fuera el mayor embajador de la ciudad de Águilas, la actriz Asunción Balaguer.

Como cada año desde que se produjera la desaparición de este insigne aguileño, el Ayuntamiento de Águilas ha querido hacer un llamamiento para que todos los aguileños y veraneantes se sumen a este reconocimiento al hombre que llevó siempre como bandera el nombre de su tierra.- (Agencias)

El verdadero choque de civilizaciones / Leonardo Boff


La expresión «choque de civilizaciones» como formato de las futuras guerras de la humanidad fue acuñada por el estratega fracasado de la Guerra de Vietnam, Samuel P. Huntington. Para Mike Davis, uno de los investigadores creativos estadounidenses sobre temas actuales como los «holocaustos coloniales» o «la amenaza global de la gripe aviaria», la guerra de civilizaciones se daría entre la ciudad organizada y la multitud de ciudades miseria o favelas del mundo.

Su reciente libro Planeta de ciudades miseria (2006) presenta una investigación minuciosa (a pesar de que la bibliografía sea casi toda en inglés) sobre la favelización que se está dando aceleradamente en todas partes.

La Humanidad siempre se organizó de tal manera que los grupos fuertes se apropiaron de la Tierra y de sus recursos, dejando a gran parte de la población excluida. Con la introducción del neoliberalismo a partir de 1980 se dio a este proceso libre curso: hubo privatización de casi todo, una acumulación tan grande de bienes y servicios en tan pocas manos, que desestabilizó socialmente a los países periféricos y lanzó a millones y millones de personas a vivir en la pura informalidad.

Para el sistema, esas personas son «aceite quemado», «ceros económicos», «masa superflua» que ni siquiera merece entrar en el ejército de reserva del capital. Esa exclusión se expresa por la chabolización (N. de la R.: vida en campamentos de tablas y cartones) que ocurrre en todo el planeta a razón de 25 millones de personas al año. Según Davis el 78,2% de las poblaciones de los países pobres viven en barrios de chabolas o favelas o ciudades miseria. (p. 34). Datos de la CIA de 2002 daban la espantosa cifra de mil millones de personas desempleadas o subempleadas que viven en ciudades miseria.

Con la ciudad miseria viene todo un cortejo de perversidades. Como el ejército de millares de niños explotados y esclavizados en Varanasi (Benarés) en la India, que fabrican alfombras, o las «granjas de riñones» y otros órganos especializados (N. de la R.: Para ser transplantados a niños enfermos en los países desarrollados) en Madrás o en El Cairo, y formas inimaginables de degradación, por las que las personas «viven literalmente en la m» (p. 142).

Al imperio estadounidense no le han pasado desapercibidas las consecuencias geopolíticas de un «planeta de ciudades miseria». Teme «la urbanización de la revuelta» o la «articulación de los favelados» en vista a luchas políticas, y han montado un aparato MOUT (Military Operations on Urbanized Terrain: operaciones militares en terreno urbanizado) con el objetivo de entrenar a sus soldados para luchar en calles laberínticas, en las alcantarillas, en las ciudades miseria, en cualquier parte del mundo donde sus intereses estén amenazados. Será una lucha entre la ciudad organizada y atemorizada y la favela enfurecida.

Un estratega dice fríamente: «las ciudades fracasadas y feroces del Tercer Mundo, principalmente sus alrededores favelados, serán el campo de batalla que distinguirá al siglo XXI; la doctrina del Pentágono está siendo reconfigurada en esta línea para sostener una guerra mundial de baja intensidad y de duración ilimitada contra segmentos criminalizados de los pobres urbanos. Éste es el verdadero choque de civilizaciones».

¿Será que los métodos usados recientemente en Río de Janeiro militarizando el combate contra los traficantes en las favelas, con verdaderas ejecuciones, no obedece ya a esta estrategia inspirada por el país del norte? Brasil está entre los países más favelizados del mundo, efecto perverso provocado por aquellos que siempre negaron la reforma agraria y la inclusión social de las grandes mayorías, pues les convenía dejarlas empobrecidas, enfermas y analfabetas. Mientras no se hagan los cambios de inclusión necesaria, continuará el miedo y el peligro real de una guerra sin fin.

La verdadera guerra es en casa / Xabier B. Fernández

Tras Nueva York y Madrid, luego le tocó el turno a Londres. Esto es una guerra, por si alguien aún no se había dado cuenta. Pero no una guerra entre la civilización occidental y la civilización árabe-musulmana. El mundo del Islam, de donde el enemigo procede, es tan víctima suya como occidente. En esta guerra el enemigo es invisible y el frente puede abrirse en cualquier calle, cualquier estación de metro en cualquier ciudad, enemiga o no. En esta guerra las víctimas son civiles que poco o nada tiene que ver con todo el asunto y los ejércitos están de más ya que el enemigo pretende ganarla de una sola manera: convenciéndonos de que le concedamos la victoria.

El Islam no es el enemigo, el mismo día en que las bombas estallaban en Londres, el embajador egipcio en Irak era ejecutado por miembros de Al Qaeda. Entre el atentado de Nueva York y el de Londres no sólo ha habido el de Madrid: también los de Karachi (14 muertos), Yerba (21 muertos), Bali (202 muertos), Kandahar (16 muertos), Casablanca (45 muertos) y los de Estambul (50 muertos). Y Ryad, y Mombasa, e Islamabad...Muchos de los muertos en todos estos atentados tan musulmanes como el que más.

El objetivo del enemigo es el viejo ideal salafista de unificar al mundo musulmán bajo un gran califato regido por la sharia o ley islámica, y para lograrlo deben luchar contra los apóstatas: los gobiernos de países mayoritariamente musulmanes que no se rigen estrictamente por el Corán.

Los salafistas, de salaf o generaciones previas, buscan establecer un gobierno regido por las enseñanzas de Mahoma y los líderes de las tres primeras generaciones de musulmanes, que según la tradición son el ejemplo a seguir. Las generaciones pías, como son llamadas, fueron identificada por Mahoma: “la mejor gente es mi generación, después aquellos que les sigan, y después aquellos que vengan después de ellos”.

Para lograr esto, el terrorismo salafista necesita fanatizar amplios contingentes de población que le sirvan de carne de cañón, utizando el resentimiento hacia un occidente cristiano y rico, contra el que pretende erigirse en vengador. También necesita evitar, por todos los medios, que arraiguen ideas de democracia, igualdad y libertad individual en la población musulmana. “No hicimos la revolución para tener una democracia”, ha dicho el integrista presidente de Irán.

Demasiadas veces, occidente le ha abonado el terreno al fanatismo salafista, cuando lo que debería haber hecho es salarle los campos, apoyando tiranos y sátrapas en el mundo musulmán como Saddam Hussein o los talibanes de Afganistán, en lugar de movimientos democráticos sólo porque los tiranos parecían más fáciles de manipular. Usar una vara para medir lo que hacen los israelíes y otra diferente para medir lo que hacen los palestinos también le abona el terreno al extremismo musulmán. Lo mismo cuando ignora la miseria en amplias zonas del planeta, alimentando el odio hacia un occidente rico y arrogante a expensas de su pobreza. Así razona el fanatismo salafista para justificarse.

Nuestras democracias no son, ciertamente, muy democráticas, ni muy igualitarias, pero nos permiten soñar con, y luchar por, conseguir mayores niveles de democracia, libertad, igualdad y justicia. Los salafistas buscan erradicar estos ideales, y como no pueden destruirlos por sí mismos, hacen lo que están haciendo: convencernos de que nosotros mismos los destruyamos. Y nosotros los destruimos cada vez que no nos comportamos de acuerdo a ellos.

Para ganar esta guerra debemos aliarnos con las fuerzas progresistas del Islam, ayudarles a llevar la libertad y la democracia a sus comunidades. Pero eso es algo que deben lograr por sí mismos. Ocuparlos militarmente para librarlos de una tiranía e instaurar una democracia títere es un despropósito trágicamente inútil. Jamás en la historia estos valores han llegado clavados en las bayonetas de un ejército extranjero. Para que la libertad y la democracia arraiguen como valores en una sociedad, estos deben ser asumidos como tales por al menos la mayoría de sus miembros. La libertad y la democracia que no se conquistan no duran, porque la gente no asume el compromiso personal con ellas que se experimenta en la lucha por alcanzarlas. Y para que eso suceda, debe permitirse que las sociedades evolucionen sin interferencias. Habrá avances y retrocesos, pero esa es la manera de moverse que tiene la historia.

Para ganar esta guerra necesitamos soluciones contra la pobreza mundial. Donde hay mejores niveles de vida y los ciudadanos sienten que son accionistas del progreso en lugar de títeres a merced de poderes superiores, el fanatismo no arraiga. Pero sobre todo, debemos comprometernos más que nunca con los ideales de democracia, igualdad, libertad y justicia para todos aquí, en occidente. Nosotros no seremos muy democráticos, ni muy igualitarios, ni muy justos, pero soñamos con serlo, y esto nos hace superiores a los fanáticos salafistas. Hay esperanza en el futuro, en el vez de en el pasado. Quien esté dispuesto a sacrificar su libertad para conseguir mayor seguridad no merece conservar ni la una ni la otra, dijo Thomas Jefferson. Cada vez que aceptamos recortes en nuestras libertades a cambio de mayor seguridad frente al terrorismo, le concedemos una victoria a éste.

Declarar una guerra ilegal a Irak, permitir que Israel construyera un muro en Palestina y vejar a los prisioneros de Guantánamo fue una victoria del terrorismo. Iniciar persecuciones arbitrarias porque Nueva York, Madrid o Londres han sufrido terribles atentados también le concede una victoria al terrorismo salafista. No podemos regalarles la victoria de esa manera. No debemos.

¿Quién manda en el Mundo? / Lluis Foix


En el exhaustivo recorrido por la antigüedad greco romana (El Mundo Clásico, Crítica), Robin Lane Fox evoca la epopeya de Grecia y Roma, desde Homero hasta Adriano, manteniendo tres constantes que marcan el auge y la caída de los pueblos y sociedades mediterráneas hasta el siglo segundo.

Habla de la libertad, la justicia y el lujo. Un lujo que cabría equiparar en nuestros tiempos a la prosperidad, al bienestar y a la administración generosa de los patrimonios que acostumbraban a estar en manos de unos pocos que los lucían ostensivamente.

Siempre que se rompía el equilibrio entre estas tres variantes de la libertad, la justicia y el lujo se entraba en períodos de turbulencias cambiando gobernantes, emperadores y clases dirigentes. El río baja siempre igual pero el agua nunca es la misma, decía Heráclito, mientras que Parménides negaba el movimiento afirmando que la realidad es una, estable y permanente.

Viajando por cualquier orilla del Mediterráneo se observa el gigantesco drama de lo transitorio, de la destrucción, de la caída de grandes imperios que sólo han perdurado petrificados en edificios medio derruídos.

Una mirada a los estratos de civilizaciones sepultadas en el Mediterráneo me ha trasladado a nuestros días de prosperidad en los que parece que no habrá más crisis y que la superioridad militar, económica y tecnológica de Occidente controlará el mundo sirviendo a los intereses de las sociedades democráticas y avanzadas.

Podemos estar ante un punto de inflexión, ante un cambio muy profundo, que no se producirá en un fin de semana pero que nos puede sorprender dentro de unos años cuando se compruebe que la libertad, la justicia y la prosperidad no son iguales para todos.

Un mundo en el que el derecho no regula las actividades de los ciudadanos que actuan globalmente y en el que se toman decisiones sin que nadie tenga que dar cuenta de ellas. Una situación en la que la participación en el mercado sustituye a la participación en la política y en el que el consumidor ocupa el lugar de la persona.

Dice el historiador Eric Hobsbawm, nonagenario, que la baja calidad intelectual de los políticos democráticos está bastante generalizada y la retórica de los hombres y mujeres públicos se desvirtúa ante la confrontación de los dos elementos del actual proceso de política democrática que han adquirido un carácter progresivamente más central: el papel de los medios de comunicación modernos y la expresión de la opinión pública a través de la acción directa de ciudadanos globales.

En un mundo cada vez más globalizado y transnacional, los gobiernos nacionales conviven con fuerzas que ejercen cuando menos el mismo impacto que ellos en la vida cotidiana de sus ciudadanos, pero que se encuentran, en distintos grados, fuera de su control.

El mercado, cuando se mueve exclusivamente en los parámetros del éxito y de los beneficios, olvidándose de la libertad y la justicia, no es un complemento a la democracia liberal sino una alternativa paralela que actúa sin rendir cuentas a nadie y que, consecuentemente, acaba sustituyendo a la política que es la que debe administrar los intereses comunes.

La acción política es importante pero con frecuencia está sometida a decisiones que se toman en lugares remotos, por personajes anónimos y designados por consejos de administración, que no tienen en cuenta el bien común sino su ánimo de lucro.

Pienso que hay que devolver a la política su dimensión de centralidad para administrar los intereses contrapuestos de las personas. La finalidad no es otra que construir una sociedad más justa y más libre. Más democrática. Espero que lleguemos a tiempo.